De lo que puede dar de sí una breve tregua
- en febrero 01, 2015
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Viendo cómo Manuel se manejaba en aquella ciudad extraña, Navío no pudo menos que envidiar su soltura. Una visita a la oficina de turismo, un pequeño plano y algo más de media hora, fue lo que necesitó el sevillano para llevarlos hasta un pequeño bed & breakfast, no muy alejado del centro. Y mientras esperaban en la recepción desierta a que alguien acudiera al toque de un anticuado timbre Manuel, observando a Navío, no pudo evitar admirar la capacidad de la chica para recomponer su estado de ánimo. Con los codos apoyados en el mostrador, y la mirada absorta en el floreado papel de la pared, ella tarareaba algo por lo bajo, mientras taconeaba suavemente, como marcando el compás. Era la viva imagen de la despreocupación, y el joven le envidió esa capacidad de salir a flote con una sonrisa, que en ella parecía algo innato.
Finalmente la encargada acudió, y Manuel pudo pedir dos habitaciones para esa noche. Mientras cogía las llaves y firmaba el registro, se le pasó por la cabeza que aquella era la típica situación en la que en una de esas novelas que tanto gustaban a las mujeres, los personajes se hubieran visto obligados a compartir habitación, y él hubiera terminado durmiendo en la alfombra del suelo, el sofá, o la bañera. Cuando abrió la puerta del pequeño cuarto y comprobó el polvo antiquísimo que cubría la moqueta, se asomó al baño y vio que no había bañera sino ducha, y constató que aparte de una silla y una cama diminuta no había más mobiliario en la habitación, se alegró mucho de no estar en una de esas novelas, porque probablemente hubiera tenido que dormir de pie, apoyado en el perchero. Habían quedado en una hora, para darse tiempo a descansar un poco antes de ir a buscar algo para cenar, pero tras refrescarse un poco, salió y cruzó el pasillo para llamar al dormitorio de Navío. Aquel sitio era deprimente, y sintió la urgencia de escapar de allí cuanto antes. Al otro lado de la puerta, la voz de Navío preguntó “¿quién es?”. Él contestó divertido:
– ¿Tú quién crees que puede ser? ¿El servicio de habitaciones de este lujoso hotel? ¿O acaso tienes muchos conocidos aquí aparte de mí, y esa venerable escritora a la que pretendemos visitar mañana?
La puerta se abrió de par en par, y Navío apareció con los brazos en jarras:
– Oye, menos guasa, pitorreo conmigo vale, pero con Jane Austen no.
El sevillano se cuadró, a lo militar y exclamó:
– ¡A la orden, mi sargento!
Navío, enfadada, iba a darle con la puerta en las narices, pero él, reaccionando con rapidez, se coló en su cuarto y esta vez, con seriedad, dijo:
– Vamos, lo siento, de verdad. No pretendía ser un estúpido.
– Eso es lo malo, que sin pretenderlo te sale de vicio – replicó ella rápidamente, y al punto se llevó la mano a la boca- ¡Oh Dios!, lo siento. Yo tampoco pretendía decir eso. Soy un poco bocazas.
– ¿No me digas? – inquirió Manuel enarcando una ceja-. Venga, habíamos firmado una tregua, y este sitio es lo más triste que he visto desde…, bueno, ni me acuerdo. Salgamos a dar un paseo. Aún nos queda un par de horas de luz para disfrutar de la ciudad.
Navío asintió, y cogió el bolso. Ambos salieron a la calle con la extraña sensación de que escapaban de una prisión. Echaron a andar sin rumbo fijo, y tampoco sin preocuparse por mantener una conversación. Puede que, por primera vez desde que se conocieron, el silencio no fuera el sustituto incómodo a las batallas verbales que solían tener, sino solo un espacio cómodo que compartir. Llevaban así un tiempo, cuando al doblar una esquina se encontraron con una librería de segunda mano, y Navío se empeñó en entrar. Vagaba entre las estanterías, acariciando los lomos maltratados de los libros, y con la mirada perdida y absorta de quien ha entrado en un espacio privado. Manuel la miraba, y aunque sintió la tentación de pincharla preguntándole qué encontraba de interesante en libros que no podía leer, se mordió la lengua sabiamente, porque supuso que podía herirla y porque, aunque no fuera el caso, quería disfrutar un rato más de aquel nuevo estado de su relación con ella. No pudo evitar propinarse una bofetada mental ante la ocurrencia del término que acababa de pensar “relación-con-ella”, pero aun así continuó observándola en silencio. Se había parado en una esquina, delante de una estantería de caoba, encima de la cual un cartel rezaba: Jane Austen. En las desvencijadas baldas, se apretaban unos contra otros medio centenar de ediciones de la autora, como reclamo para los turistas. Algunas eran ediciones modernas, en pasta blanda, con las esquinas dobladas y alguna que otra mancha de té – o a saber de qué- en las portadas. Otras, sin embargo, eran verdaderas reliquias. Encuadernaciones en tela, con los cantos dorados, y recargadas decoraciones imitando flores, y plumas de pavo real. Ediciones que tenían más de un siglo de vida, y que olían a historia y a papel rancio. La esencia de los sueños de Navío. Se entretuvo escudriñándolos, pero sin coger ninguno, hasta que su atención quedó atrapada por uno en particular. Con cuidado lo liberó de la cárcel que suponía el reducido espacio en el que se encontraba, entre un Mansfield Park y un primer volumen de Sense & Sensibility. Lo sostuvo con mimo, era una edición de 1907 de Northanger Abbey en tela verde, con los cantos dorados. La portada representaba un diseño floral con una cesta el centro. El volumen estaba ilustrado por el famoso Charles Brock, y los ojos de Navío relucieron con entusiasmo al contemplar las imágenes a color. De repente, pareció volver a la realidad y giró la cabeza en busca de su acompañante. Lo encontró detrás suya, apoyado un hombro en la pared, los brazos cruzados, en sus labios una sonrisa extraña, entre tierna y renuente. Navío tomó nota mental de todo ello rápidamente, pero no dijo nada y le tendió con cuidado el volumen. El sevillano lo cogió y lo hojeó durante un largo minuto.
– ¿No es maravilloso? – Preguntó Navío, con la voz teñida de emoción.
– Depende, ¿te enfadarás mucho si digo que no? – Respondió Manuel, muy serio.
Navío abrió la boca en una mueca de indignación, pero antes de que le diera tiempo a emitir ningún sonido, el sevillano ya se estaba riendo. Era una risa alegre, clara, sin doblez, ni recovecos. Una risa que no tenía nada que ocultar, y a ella le gustó, aunque el motivo de la misma fuera ella.
– Sí, es verdad, es una edición muy cuidada, – dijo Manuel, recobrando la compostura-. Antiguamente sabían hacer las cosas, desde luego, nada que ver con los libros de saldo que tenemos ahora. – Volvió a abrir el volumen, y un largo silbido de sorpresa se escapó de sus labios al ver el precio escrito a lápiz en una esquina del interior- . Claro que, por doscientas cinco libras ya podían hacerlas bien.
Navío tragó saliva.
– ¿Doscientas cinco libras?- repitió-, bueno pues ya puedes dejarlo donde estaba – susurró con pena.
Había estado acariciando la idea de comprarlo, pero no podía permitirse aquel gasto de ninguna forma. No era ni mucho menos una de las ediciones más caras que podían encontrarse a la venta, Navío lo sabía – o lo suponía, al menos-, pero sí era mucho más de lo que se atrevía a gastar, teniendo en cuenta además que no tenía la menor idea de lo que iba a ser de su futuro cuando regresara a Madrid.
Manuel colocó de nuevo el libro en la estantería, adivinando más o menos los pensamientos de Navío. Quiso consolarla, pero no sabía cómo.
– Bueno, como dirías tú, para qué lo quiero, si no lo puedo leer, ¿no? – dijo ella, y lo miró, sonriendo.
Él quiso protestar, pero optó por seguirle la corriente.
– Es cierto, veo que al fin he logrado meter algo de sentido común en esa cabeza tuya. Anda, venga, vamos a cenar, mi estómago ya está rugiendo y lo que pide no son divagaciones literarias.
Ambos se dirigieron hacia la salida, pero Navío volvió la cabeza para echar un último vistazo a aquel tesoro y entonces vio algo. Manuel ya estaba fuera de la tienda, pero ella regresó a la estantería y cogió un pequeño volumen. Rápidamente comprobó el precio, marcado con una etiqueta en la parte trasera del libro, y se dirigió a la caja. Dejó un par de libras en la mesa y salió de la tienda, escondiendo en el bolso su compra.
– ¿Al final has cargado con algo?- preguntó Manuel, curioso.
– Nada de importancia, solo un recuerdo –contestó Navío evasiva, apretando el paso-. Yo también me muero de hambre, encuéntranos algo decente para cenar en este lugar.
– A sus órdenes, milady -y haciendo una cómica reverencia, el sevillano le ofreció el brazo a Navío.
Ella puso los ojos en blanco, y continuó andando sola, mientras se preguntaba si el chico no estaría incubando algún virus extraño, o si acaso algún ente extraterrestre lo había poseído en la pensión. Cualquier cosa le parecía más probable que el hecho de que él quisiera ser simplemente amable, e incluso agradable, a su peculiar manera. Manuel se sintió de repente ridículo, y notó una punzada en el estómago que nada tenía que ver con el hambre, sino más bien con un conocido sentimiento de decepción. Decidió dar por concluida la tregua que había intentado mantener con Navío, y a partir de ese momento se comportó como siempre. Es decir, y según lo hubiera expresado ella, volvió a tener la gracia en el culo, junto al palo de escoba que se tragó al nacer. Bajo esas circunstancias, la velada no dio mucho de sí. Cenaron un sándwich rápido en un pequeño restaurante y regresaron a la pensión. El ambiente se había vuelto a cargar de silencios incómodos. Cuando cerró la puerta de su habitación y se tendió en la cama, Navío notó el estómago pesado, y aunque lo achacó al exceso de mantequilla de su sándwich, sabía muy bien que lo que le pesaba era el enrarecido humor del sevillano, que apenas la había mirado a los ojos durante toda la cena.
La mañana siguiente amaneció gris y lluviosa, diríase que se había vestido para no desentonar con el ánimo de Navío y de Manuel. Tras desayunar un café solo él, y dos enormes muffin de chocolate ella – el sevillano se explicaba ahora de dónde sacaba la chica sus reservas de energía- se dirigieron con paso lento, como de funeral, a la catedral. Varios encargados estaban recogiendo las sillas de la celebración del día anterior, y rápidamente le indicaron a Manuel el lugar donde se encontraba la lápida de la escritora, y la placa conmemorativa que más tarde se había colocado en la pared. El sevillano se sentó en una de las sillas, mientras Navío – de pie al lado de la lápida- volvía a perderse en sus pensamientos. Él hubiera dado más de lo que deseaba reconocer por adentrarse en ellos. Intentar entender a esa chica despreocupada, que ahora se plantaba delante de la tumba de una escritora que llevaba muerta casi doscientos años, con el gesto triste de quien acaba de perder a alguien muy querido, estaba terminando por convertirse en una obsesión. Navío, por su parte, estaba experimentando un batido de sentimientos demasiado pesado para digerirlo: emoción y respeto por el lugar en el que estaba, pena porque se acordaba de la madre que nunca conoció y de la que había heredado sus devaneos literarios, miedo porque de alguna forma había creído que al llegar hasta allí estaría esperándola – como si se tratara de un premio al final de una carrera- alguna pista sobre qué hacer con su vida, y sin embargo continuaba sin saber nada. Permaneció así un largo rato, tanto que Manuel se preguntó si habría empezado a rezar mentalmente el rosario, pero al final Navío se agachó, y acarició suavemente las letras de la lápida. Luego se levantó y se dirigió sin más hacia la entrada. Él la siguió, un poco emocionado a su pesar, por la tristeza que adivinó en sus hombros, algo hundidos, y en su cabeza, que durante todo el camino a la estación de autobuses mantuvo cabizbaja, clavando la vista en la punta de sus zapatos. Pero esta vez no trató de animarla, ni de consolarla, sabía muy bien que aquella disparatada aventura tenía que terminar ya, y prefería terminarla tal y como empezó, marcando las distancias.
Apenas cruzaron una docena de frases durante todo el camino de regreso a Londres. Guadalupe, la conserje del hotel, tuvo que santiguarse dos veces seguidas al verlos entrar juntos. No sabía si se sentía más aliviada por ver aparecer a Navío sana y salva, o porque la chica llegara acompañada de aquel joven tan serio, que parecía tener un constante dolor de muelas. Con la sorprendida mexicana como testigo, Manuel le tendió la mano a Navío, en un gesto de despedida.
– Bueno, imagino que aquí termina nuestro trato, ¿verdad?
Navío la estrechó, y pensó que era muy cálida, y muy grande. Una mano en la que una podía confiar.
– Sí, no te preocupes, cumpliré mi parte – e hizo un esfuerzo por sonreír-, no voy a dejar que te encierren en una cárcel británica por no pagar la factura del hotel. ¿Necesitarás dinero para ir al aeropuerto? ¿Cuándo tienes tu vuelo?
– Esta noche, a última hora. Y no, gracias, para pagar el metro de regreso me llega – Manuel intentó corresponder a su sonrisa- . Tienes que darme tu dirección para poder mandarte el cheque.
– Sí, no te preocupes. Ahora te la escribo y te la dejo en recepción. Estoy un poco cansada, voy a subir a ducharme.
– ¿Cuándo regresas tú? ¿Vas a continuar tu viaje?
– No, regreso mañana. En un principio había pensado ir a Bath, Jane Austen vivió allí durante un tiempo y algunas de sus novelas están ambientadas en esa ciudad, pero – Navío se interrumpió, sin saber qué decir, no quería confesar que sus fondos estaban casi agotados. No había contado con que Inglaterra fuera tan cara, ni con tener que pagar las facturas de dos personas, en lugar de solo las suyas.
– Pero ¿qué? – quiso saber el sevillano.
– Pero me he dado cuenta que mejor primero aprendo inglés, ya sabes que no se me da bien manejarme sola – e hizo una mueca de resignación.
Manuel pensó que adoraba la forma en la que ella sabía reírse de sí misma.
– No te creas, reto a cualquiera a que sea capaz de llevarte la contraria. No tengo la menor duda de que conseguirás todo lo que te propongas en esta vida. Adiós, Navío Fernández Smith. Ha sido toda una experiencia.
Y sin más el sevillano entró en el ascensor y dejó a Guadalupe y a Navío con las bocas abiertas, y los ojos como platos.
Horas después, cuando bajó con su maleta en la mano, y preguntó en recepción si había una nota para él, fue su turno de sorprenderse. Guadalupe le tendió una ajada edición española de Orgullo y Prejuicio. En el interior, junto a un sello que ponía “Winchester’s Corner – secondhand bookshop”, Navío había garabateado con una letra redonda y un tanto infantil: “Si eres tan listo como te crees que eres, lo leerás. Gracias por tu ayuda. Sé que he sido un grano en el culo”, y a continuación una dirección de Madrid. Manuel sacudió la cabeza, divertido ante la dedicatoria cien por cien Navío, y se despidió de Guadalupe con una sonrisa tan radiante que la conserje tuvo que sentarse unos minutos para recuperar la compostura.
Molita
Que gran aventura, pero creo que no ha terminado 😀
Gracias por postear un nuevo capítulo de tu hilarante historia
Lady Hachi
Tienes razón, aún les quedan unas páginas más por recorrer a esta pareja. ¡Me encanta que te parezca hilarante! Esa era la intención 😀
Qerain
Me preguntaba estos días si pondrías un nuevo capítulo. Echaba de menos a Navío y a Manuel.
Gracias.
🙂
Lady Hachi
Sé que han estado un poco perdidos, pero ya los he recuperado y espero poder ofreceros un final a la altura. ¡Gracias por leerme!
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