De los años oscuros en la vida de Navío Fernández Smith, por Lady Hachi
- en agosto 17, 2014
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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La joven de rizos contundentes, convertida a partir de ahora en protagonista de nuestra historia, creció con dos importantes circunstancias en su contra. Por un lado, tener que encogerse como podía en el pupitre cuando pasaban lista en el colegio. Como si así, de alguna forma, pudiera pasar inadvertida cada vez que la voz del maestro tronaba: “Navío Fernández Smith, ¿presente?”. Consecuencia de esta malsana costumbre fue una escoliosis aguda, que llegó casi al principio de joroba. Afortunadamente, pudieron corregirlo a tiempo gracias a un pequeño aparato de tortura que la hizo caminar, sentarse y dormir más derecha que una escoba durante varios años. Hay que decir, que con el paso del tiempo, y cuando logró librarse de él, aquel aparato del infierno terminó por darle un porte seguro y casi elegante al caminar. Esto, unido al hecho de que al entrar en la Facultad decidió acortar su nombre y presentarse al resto de sus compañeros como “Nao”, que le parecía más exótico y menos marítimo, hizo que su breve paso por la vida universitaria fuera algo más agradable que los años estudiantiles que había dejado atrás.
La segunda circunstancia que vino a truncar su desarrollo y crecimiento normal era la extraña, pero tajante prohibición paterna de que se acercara a menos de dos metros de cualquier libro que tuviera el más mínimo tufillo a novela. Bien es cierto que, aunque España haya podido ser cuna de algún que otro Siglo de Oro de las letras, la lectura no ha figurado en los últimos tiempos entre las aficiones preferidas de nuestros compatriotas. Por eso, no provocó ningún tipo de alarma entre la Asociación de Padres, ni ninguna extrañeza entre los profesores, el hecho de que Fermín Fernández se negara siempre a firmar la autorización para el carnet de biblioteca de su hija, alegando que él era el más adecuado para proporcionar a Navío las lecturas que le convenían, y que no estaba dispuesto a arriesgarse a que ningún libro abyecto cayera en manos de la niña. Con las ideas así de claras, Fermín Fernández abarrotó las estanterías de su hija con todos los números de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón y Pepe Gotera y Otilio, que según él, como hombre y como español, eran los mayores logros de la literatura nacional. Logros, por otra parte, que presumía inocuos. Vetados quedaron todos los Lily, Esther, Gina y demás tebeos femeninos, que le parecían tener un aire sospechoso a las novelillas que en el pasado había devorado su malograda esposa.
Con tal intolerable falta de rodaje literario, llegó Navío a sus años universitarios. La primera vez que accedió a una biblioteca le ocurrió lo que les ocurre a la mayoría de esos jóvenes a los que en casa se les ha prohibido beber un poco de vino con la gaseosa, y luego salen por primera vez de juerga: se emborrachó. Coma etílico literario. No puede llamarse de otra forma al hecho de saltarse todas las clases, y atrincherarse desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche en la biblioteca. Leyó del tirón Orgullo y Prejuicio. Una vez conocido al Señor Darcy, la Caja de Pandora estaba abierta. Navío ya no pudo parar, se convirtió en una yonki de los gentleman de papel.
Pero aunque ya no necesitara el permiso de Fermín Fernández para acceder a esos antros de perdición que eran las bibliotecas, sí que lo necesitaba para llevar las novelas a casa, y en ese sentido la prohibición seguía más que vigente. La pobre muchacha hubo de colocarse siempre a escondidas, leyendo hasta altas horas de la noche con una linterna, bajo las sábanas, y haciendo caso omiso de su horario de clases, hasta tal punto que fue incapaz de aprobar más de tres asignaturas en dos años de carrera. Ante tan evidente fracaso escolar, Fermín Fernández tuvo que concluir que su hija había sacado las cortas entendederas de su madre, y que de poco valía seguir derrochando el dinero, así que le cerró el grifo. A Navío no le supuso ningún trauma decir adiós a la Facultad de Derecho, carrera que estaba estudiando por deseo expreso de su padre y que a ella siempre le importó tres pimientos. Sin embargo, todo esto terminó causando el primer gran enfrentamiento entre padre e hija. Fermín Fernández quiso que Navío comenzara a trabajar con él en el bufete, haciendo fotocopias, llevando cafés y archivando expedientes, ya que su confianza en ella no daba para más. Por su parte, la joven sentía dolores de barriga agudos al imaginarse encerrada durante ocho horas, vigilada por la prosaica mirada de su padre, y como si tenía que sentir cólicos prefería hacerlo por indigestión de chocolate y no por otros motivos, decidió que tenía que ganarse la vida por sus propios medios.
Navío se lanzó a la marejada de la vida laboral con más entusiasmo que preparación, y si no pereció en el intento de encontrar trabajo tuvo que agradecerlo a que por una vez su nombre le resultó útil y la sacó a flote. También tuvo algo que ver el hecho de que la chica tuviera buena planta, y que el jefe que la contrató fuera un garrulo con aires de ingenioso. Tras meditar mucho qué trabajo le gustaría desempeñar, la joven llegó a la conclusión de que la ocupación ideal para ella era ser agente de viajes. Nunca había salido de Madrid, y no sabía apenas nada de idiomas (un poco de francés que estudió en el colegio, puesto que Fermín Fernández, que ya había tenido más que trato suficiente con la noble lengua de Shakespeare, no la dejó optar por la lengua materna), pero esto no le pareció objeción alguna para su propósito. Tampoco, por supuesto, el hecho de no haber pasado por ninguna escuela de turismo. Según había leído en sus novelas, las personas se curtían en la escuela de la vida, y ahí es donde ella tenía la intención de aprender. A fin de cuentas, entusiasmo no le faltaba y se moría de ganas de salir a conocer el mundo del que tanto había visto en los libros. Olvidaba que una media de dos siglos de diferencia cambia mucho el mundo sobre el que había leído y aquel que pretendía vender, preferiblemente en paquetes económicos de ocho días, y con pensión completa.
Diseñó un currículum bastante general en el que resaltó que sabía escribir a máquina (y el ordenador venía a ser lo mismo), que le encantaba leer (las agencias eran como mini bibliotecas con folletos en lugar de libros, ¿no?), y que tenía actitudes sociales y buen trato con el público (haber leído sobre la etiqueta en las reuniones sociales de la Regencia tenía que contar para algo). Se hizo una foto en la que cuidó mucho que sus rizos estuvieran bien colocados y fotogénicos, la pegó en la parte superior derecha del currículum, y acabó de completar sus datos personales. Llegados a este punto, dudó un poco. ¿Nao o Navío? Su padre siempre había recalcado que en los documentos oficiales y en cualquier tipo de solicitud que hiciera, debía escribir su nombre completo y olvidarse de ese nuevo invento suyo que sonaba a chino. Su padre era experto en papeleos, algo útil tendría que saber -pensó-, así que decidió hacer de tripas corazón y escribir hasta la última letra de Navío Fernandez Smith. Después hizo unas ochocientas fotocopias del currículum, las metió en sobres, y durante un par de días se dedicó a escribir las direcciones de agencias de viaje que encontró en el listín telefónico. Luego echó los sobres al correo y se sentó a esperar. Puede que, si no hubiera estado ya hasta el moño de escribir direcciones cuando llegó a la número setecientos tres, se hubiera dado cuenta de lo que podía venírsele encima. Pero no lo hizo, y fue la setecientos tres la única que hizo caso a su solicitud. Una semana después de haber enviado su currículum, el dueño de La vuelta al mundo en ochenta barcos la llamó para ofrecerle un puesto en la oficina, especializada en cruceros, que acababa de abrir.
Cuando el dueño de La vuelta al mundo en ochenta barcos vio el currículum de Navío solo pensó que alguien con ese nombre tenía que ser un buen augurio para el éxito del negocio, y como además la chica estaba buena, agradeció al Destino que se la hubiera enviado. Y esto nos viene a demostrar cómo todas las cosas dependen del cristal con el que se miren, porque lo que nuestra protagonista pensó en esas mismas circunstancias fue que le gustaría que el Destino tuviera un culo bien grande para poder pateárselo a gusto. Sin embargo, como no tenía muchas más opciones, y había llegado al punto en el que toda buena heroína se rebela contra la tiranía paterna, no quiso rechazar el puesto por miedo a tener que aceptar los planes de Fermín Fernández.
Con los rizos bien marcados, la barbilla alta, y el paso firme, Navío entró el primer día de trabajo a la oficina. Siguió haciéndolo así durante muchos meses, demostrando con ello una tenacidad de la que nadie la hubiera creído capaz. Ni el uniforme dos tallas por debajo de lo que hubiera necesitado que le proporcionó su jefe, asegurándole que ella era el mejor escaparte del negocio; ni la identificación que rezaba Navío Fernández Smith al completo, flanqueado por dos dibujos de sirenas, y que debía llevar prendida al pecho, minaron su determinación. La pobre aguantó con entereza los comentarios que los clientes tenían a bien hacer y que, como en todos los negocios, oscilaban siempre entre lo petardo, lo absurdo y lo maleducado. Algunos le preguntaban si era su nombre artístico, otros la miraban con cara de pena y cuchicheaban entre sí que su madre debía haber visto muchas películas. Una vez un anciano, que en su día fue profesor de Historia, le palmeó la mano, mientras le decía con sonrisa de sátiro: “ya me hubiera gustado a mí ser Colón y que tú fueras mi Niña, niña”.
Todo esto lo soportó Navío con sonrisa profident, hasta un lunes especialmente triste en el que el cielo nubloso, la amenaza de lluvia y sus rizos encrespados se pusieron de acuerdo para tocarle las narices. A media mañana, la puerta de la agencia se abrió y una barriga con forma de señor calvo entró y se sentó frente a su mesa. De una sola ojeada, escrutó la tarjeta con el nombre de Navío y todo el pecho que la enmarcaba, y sin levantar la vista de ambos rebuznó: “montado en un barco como tú, sí que daba yo la vuelta al mundo”. Aún no había puesto el punto final a su frase, cuando Navío echó mano de su bolso, y le cruzó la cara con todo su contenido: una edición compilatoria en pasta dura de las obras de Jane Austen. Mil doscientas treinta páginas encuadernadas en símil de piel le dejaron claro al buen señor que su piropo no había sido tan ingenioso como pretendía.
Y así, Navío Fernández Smith abandonó, literariamente, el barco.
Continuará…
(*) Esta es la segunda entrega de Historia de Navío, cuyas primeras desventuras podéis leer aquí. Si aún no lo habéis hecho, ¡hacedlo!…, estoy tomando nota.
Bali Rosenqvist
Ains, pobrecita Nao. ¡Ni aun viviendo en la era moderna se libró del corsé! 😀
Lady Hachi
Aunque sea una antiheroína moderna tenía que sufrir su cuota de adversidades, jajaja.
Nuria
Juaa, toma porrazo genial! Muy divertido, Navío es una heroína total 😀
El pobre padre, no sólo de Mortadelos se puede vivir! La iba a matar con esa anemia literaria!
Qué pena, me gustaba su trabajo en la agencia, aunque la tuviesen de jarrón-sirena. ¿Qué hará ahora Navío?
😀
Lady Hachi
Navegar Nuria, navegar…, a mejores puertos 😀 jajaja. No, en serio, a ver si le doy un buen final a esta pobre chica. Gracias por leer sus desventuras!