De un chantaje muy oportuno
- en octubre 26, 2014
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Apenas había terminado de dar rienda suelta a su frustración, cuando el joven se arrepintió amargamente de haberse permitido una manifestación tan clara de su orgullo herido. Miró a la joven esperando oírla estallar en risas, y se preparó para que empleara con él todo su burlesco descaro. Pero las carcajadas no llegaron. Ella lo miraba con una expresión de sorpresa, incredulidad, y también con algo más, aunque no supo descifrar qué. El caso es que ningún comentario hiriente salió de su boca, y él se lo agradeció desde el fondo de su corazón, aunque se hubiera dejado matar antes que reconocerlo.
Navío, que sentía que su corazoncito novelero se ablandaba ante las penas del chaval, le dio un suave golpecito en el hombro, y simplemente le dijo, “continuemos la visita”.
Subieron a las habitaciones de arriba, y Navío corrió de una a otra, saliendo y entrando de las estancias, regresando a ellas, escrutando cada rincón, y dejando que su espíritu se fundiera con el encanto de la casa. El de Triana la seguía, se dejaba guiar sin oponer resistencia, observando con una incredulidad no exenta de fascinación cómo aquella chica tan extraña se perdía en mundo que parecía habitar solo ella. Era indudable que donde él veía una casita rural, amueblada con algunos enseres antiguos, cachivaches y baratijas de gente que llevaba muerta vete tú a saber cuánto, ella veía mucho más. “Alucinaciones de enajenada, por supuesto” – pensaba, mientras salía de una de las estancias- y entonces la observó, apoyada en el marco de una ventana, en el pasillo, mirando al jardín. Un incauto rayo de sol que se había atrevido a asomarse entre las nubes de un cielo aún hosco, se perdió entre la oscuridad de los rizos de Navío. Al de Triana se le cortó el earl grey que había tomado hacía un par de horas, y también la respiración. “Es guapa. Si no estuviera tan loca” – pensó-, y acto seguido y a propósito se golpeó la cabeza con el quicio de la puerta, pues no podía creer lo que acababa de pensar. “Como si no hubiera tenido ya bastante”, se dijo. Navío, que acababa de apartar la mirada de la ventana, lo vio pegarse contra la madera y temió por un momento que aquel chico hubiera perdido el juicio, y temió aún más que fuera a causar algún desperfecto, así que lo llamó al orden:
– ¡Oye! Que el Muro de las Lamentaciones queda bastante lejos de aquí, haz el favor de no pagar con la puerta tu mala sangre.
Él le lanzó una mirada entre avergonzada y asesina, que es una mirada muy complicada de conseguir, y que le hubiera valido un Óscar si aquello hubiera sido una película y no la vida real.
– Eres la chiquilla más maleducada que he tenido la desgracia de conocer.
– Y tú, tú, ¿tú cómo te llamas, por cierto? Y si vuelves a decirme que no ni me importa, ni me interesa te juro que soy capaz de morderte.
– Manuel –contestó él con una media sonrisa- me llamo Manuel.
– ¡Cómo no! ¿Puedo llamarte Manu?
– Ni se te ocurra, y vamos arreando que aquí ya no hay nada más que ver.
Bajaron en silencio las escaleras, molestos los dos. Él por haberse dejado pescar en un momento de debilidad, y ella por haber tenido tan poco tacto con alguien que, al fin y al cabo, parecía estar pasándolo mal.
Aún les quedaba un edificio por visitar, una sala de construcción moderna, llamada “Centro de Visitantes”, donde se proyectaba un documental sobre la vida de Jane Austen y el impacto de su obra. Navío se empeñó en entrar y Manuel, que ya había aprendido que cualquier cosa que saliera de aquella madeja de rizos la llevaba a cabo sí o sí, entró y se acomodó en una de las sillas. El documental acababa de empezar, y por supuesto, estaba en inglés. Ella no se atrevió a pedirle que él le tradujera, que bastantes negativas le había dado ya el señorito, y él simplemente, aunque sin esperarlo, se vio absorbido por las imágenes, que detrás de los hombres y mujeres disfrazados con vestidos, chaquetas y corbatas imposibles, relataban un vida sorprendente, dentro de su sencillez. Nunca hasta entonces se había parado a pensar cómo aquella mujer, que casi no había viajado, ni visto mundo, ni había estudiado en grandes centros, había sido capaz de imponerse en el imaginario literario mundial durante los últimos dos siglos. Siempre había creído que lo que atraía a las mujeres como moscas a la miel, eran esas malditas adaptaciones de la BBC con hombres enfundados en pantalones ridículos y saliendo de lagos con la camisa húmeda, sin miedo a una pulmonía que por aquellos entonces podía haberlos llevado al más allá. Ahora, viendo aquel documental y acordándose de la minúscula mesita de trabajo de la autora, no pudo menos que sentir el atisbo de un sentimiento parecido al respeto, cuando no a la admiración. Pero se guardó mucho de decírselo a su acompañante, que cruzada de brazos a su lado, lo miraba a él y a la pantalla alternativamente, mordiéndose la lengua para no soltar ningún improperio.
Cuando abandonaron la casa museo, el ruido de las tripas de Navío, quejándose por la falta de algo sólido, les indicó que era la hora del almuerzo, y como no podía ser de otra forma, terminaron cruzando la calle y entrando en Cassandra’s Cup, una pequeña cafetería que reunía en sus escasos metros cuadrados el sueño de toda austenita soñadora, romántica o cursi por antonomasia. El techo del local estaba totalmente repleto de delicadas tazas de té, que colgaban cual farolillos en un festival de verano. Manuel miró al techo y se preguntó si con la suerte que parecía acompañarlo en los últimos tiempos, no terminaría por verse sepultado debajo de unos cuantos kilos de loza y porcelana. Navío, por su puesto, estaba encantada. Se sentaron en una mesita de madera, al lado de una de las ventanas que daban a la calle, y ojearon la carta. Era una carta sencilla, compuesta por sándwiches y pasteles caseros, y Navío se decidió por un sándwich de queso brie con mermelada de frambuesa, en tanto que el trianero se decantó por un simple york con queso.
– Este lugar es perfecto – suspiró Navío- ¿Sabes que Cassandra era la hermana mayor de Jane?
– Pues no, pero sinceramente, a mí este lugar me pone los pelos de punta. Tanta taza de té junta me da escalofríos.
– ¿No te gusta el té? – preguntó Navío.
– Lo encuentro un mejunje asqueroso – contestó Manuel, con gesto de repugnancia.
Navío no pudo menos que sonreír, divertida.
– Ya, ya lo sé, ahora me dirás que soy un bruto muy poco refinado – dijo él-, pero la verdad es que me importa un bledo. Donde se ponga un buen expreso que se quiten esas tazas con agua de fregar.
Navío dejó escapar una risa franca y divertida.
– Bueno, parece ser que por primera vez desde que nos conocemos estamos de acuerdo en algo – bajó la voz y se inclinó sobre la mesa para acercarse al trianero- si quieres que te confiese algo -susurró- yo también odio el té.
Él la miró con sorpresa.
– Pensé que el sitio te parecía encantador – puntualizó, señalando la colección de tazas que pendían del techo, cual espada de Damocles.
– Y me lo parece, todo el ritual, la estética, las tazas, los platitos, las pastas…, me parecen encantadores, pero a pesar de ser medio inglesa nunca he conseguido que me guste el té. La verdad es que soy más de café con leche, o un buen colacao.
– ¿Tú medio inglesa? Pero si pensé que Nao sería alguna especie de nombre asiático…- se extrañó Manuel.
– ¿Y tú cómo sabes que me llamo Nao?
El joven bajó la mirada, avergonzado por segunda vez aquel día.
– Bueno, cotilleé el libro de visitas donde firmaste. Me pudo la curiosidad.
– En realidad no importa, y como gesto de buena voluntad por mi parte, para agradecerte todo lo que has hecho por mí hoy, seré completamente sincera contigo – la voz de Navío había tomado tintes solemnes-, lo cierto es que mi nombre completo es Navío Fernández Smith.
El silencio se impuso en la mesa durante unos segundos, luego el sevillano sonrió, incrédulo, mientras escuchaba la historia de cómo nuestra protagonista había terminado por llamarse de aquella singular manera.
– Y ahora – dijo Navío cuando hubo concluido su relato- ya puedes reírte a gusto.
Él la miró con una chispa divertida en sus ojos, y una mueca de guasa en los labios.
– Ganas no me faltan, la verdad, pero lo cierto es que no podía ser de otra forma.
– ¿El qué no podía ser de otra forma? – quiso saber ella.
– Eres única – dijo él sin pensarlo- así que solo podías tener un nombre único. No lo escondas, Navío es bastante más bonito que Nao.
Ella se sintió incómoda de repente, al igual que él. Ambos se habían dado cuenta a la vez de que aquello había sido un cumplido, y estaba tan poco a tono con el resto de la breve relación que habían mantenido hasta el momento, que a los dos los tomó por sorpresa.
– Estoy segura de que querías decir “estrafalaria”, en lugar de única – dijo Navío con una mueca, en un intento de romper el hielo-, pero gracias. Y ya que yo te he confesado uno de mis más terribles secretos, ¿me dirás por fin que hace un tipo como tú en un sitio como este?
A Manuel le cambió el gesto en un segundo, y ya iba a repetir el consabido “no te importa”, cuando pensó que total, llegados a ese punto, poco importaba relatarle la historia entera. Y así fue cómo Navío se enteró de que Manuel era abogado – “¡Dios, otro Fermín Fernández!”, pensó ella-, pero pronto dejó de darle vueltas a ese dato ya que el trianero pasó a contarle que su novia de toda la vida, esa que te echas en el instituto y sigues saliendo con ella, aunque tú vayas a la Facultad de Derecho y ella a la de Periodismo, esa con la que decides, después de diez años de noviazgo, pasar el resto de tu vida, con la que planeas una boda, elijes los tarjetones color crema para las invitaciones, y las mandas a un centenar de invitados, había decidido dejarlo con la inexplicable excusa de que “se había dado cuenta de que él no era todo lo Darcy que debería ser”. Y por lo visto, un profesor de Filología Inglesa al que había conocido en los últimos meses sí lo era. Hasta era capaz de recitar de memoria las dos primeras páginas de Orgullo y Prejuicio y escribir cartas “a lo Wentworth”.
– Que no sé muy bien qué significa – confesó Manuel-, pero me va por la cabeza que es uno de esos disparatados mequetrefes de la tal Austen. Sabía que la película favorita de Susana era Orgullo y Prejuicio, yo mismo le regalé una edición de coleccionista de la novela cuando terminó la carrera, aunque si te digo la verdad creo que nunca llegó a abrirla. Eso sí, me hizo acompañarla al cine a ver todas esas ridículas adaptaciones donde los personajes no hacen más que pasear por la campiña, diciendo memeces y haciendo pic-nics en las que no comen más que sándwiches de pepino…, pero nunca pensé que todo eso fuera a terminar siendo el punto y final de nuestra relación.
Navío lo escuchaba con sentimientos encontrados, porque claro, a cualquiera se le partiría el corazón escuchando tal historia, pero como buena austenita que era, tampoco podía permitir que ofendieran a su autora, aparte de que ella también disfrutaba con esas memeces que le habían destrozado la vida al trianero.
– ¿Y por eso decidiste venir aquí? ¿Para descubrir si todos los ingleses se parecían al señor Darcy y acampaban con una cesta en el jardín de la casita de Chawton? La verdad es que no te entiendo – a Navío le salió un tono un tanto irónico, aunque la verdad es que solo estaba desconcertada.
– No – él sonrió con tristeza- venir aquí fue una estupidez, supongo. Había planeado traerla de sorpresa para la luna de miel, porque imaginé que le haría ilusión. Como obviamente ya no podía venir con ella, decidí venir solo, no sé por qué, quizás para encontrar respuestas…, o quizás para pedir explicaciones a una escritora que lleva muerta casi dos siglos. Lo más probable es que, sencillamente, me haya vuelto loco.
– Bueno, un poco sí, pero tienes derecho – intentó consolarlo Navío- además, ni siquiera yo me sé de memoria las dos primeras páginas de Orgullo y Prejuicio. Ese profesor por el que te dejó tu novia debía ser un auténtico friki – y le sonrió con picardía.
Manuel intentó el amago de una sonrisa.
– Le dijo la sartén al cazo…, nunca he conocido a nadie más friki que tú. Pero bueno, ahora que ya he vuelto a mis sentidos, me regreso a España, a Sevilla, a seguir con mi vida. Al menos ahora no tendré que volver a ver nunca más ninguna película en la que aparezcan sombrillas, ni trajes largos, ¡gracias al cielo!
– Estás siendo un poco injusto. Si te digo la verdad, no creo que tu novia llegara nunca a apreciar la obra de Jane Austen. Se quedó en la superficie, en las adaptaciones para el cine y la televisión, en la imagen de los caballeros guapos y las damas delicadas, pero nunca supo valorar lo que había detrás de esas historias. Tú mismo has dicho que ni siquiera llegó a leerse Orgullo y Prejuicio. Tu novia, sin ánimo de ofender, era una fan de cine y palomitas, y estoy segura de la propia Austen habría estado encantada de patearle el culo.
Él la miraba divertido. Aquella chica tenía el don de hacerle olvidar sus problemas, bien fuera a base de enfados o de conversaciones absurdas.
– ¿Y tú, debo suponer, sí te consideras una verdadera admiradora de su obra?
– Por su puesto – Navío fingió una mueca ofendida-, Orgullo y Prejuicio fue la primera novela que leí, y aunque no voy a mentirte diciendo que no he fantaseado con encontrar un señor Darcy con la cara de Colin Firth, lo que me gusta de la obra, y de todas las demás novelas de la gran Jane Austen, es el fino sentido del humor, el lenguaje preciso y delicado, y la sensación de que todas las cosas están donde deberían estar. Abrir una novela de Austen es entrar en una habitación ordenada y luminosa, que huele a colada recién hecha – a estas alturas del discurso los ojos de Navío despedían destellos de emoción-. Así es como yo lo veo. Y ahora, antes de irnos a Winchester, vamos a tomarnos un postre ¿no?
– Espera, espera, espera. ¿Cómo que a Winchester? A mí no se me ha perdido nada allí, yo regreso a Londres, y mañana a Sevilla.
Navío se sintió un poco desilusionada. Ella quería ir a Winchester, tenía que visitar la tumba de Jane Austen, pero si él decidía poner punto final a su viaje… ¿quién iba a acompañarla? En su fuero interno había estado acariciando la ilusión de que Manuel tuviera a bien ir con ella, porque visto lo visto tenía que reconocer que no se manejaba muy bien sola por aquellas tierras.
– Pero, en la catedral de Winchester está enterrada Jane Austen. No podemos irnos sin visitar su tumba, -protestó Navío, al tiempo que señalaba a la camarera uno de los brownies de chocolate que tenía expuestos en el mostrador.
– Lo siento, hasta aquí he llegado. Tendrás que apañártelas sola, y pese a lo que creía en un principio estoy seguro de que encontrarás la manera de hacer lo que quieras. Recursos te sobran – le contestó Manuel, mientras sacaba su cartera-, y para demostrarte que hablo de buena fe, yo te invito a la comida.
Navío lo miraba con ojos implorantes, hincando el diente al brownie más delicioso que había probado en su vida. Él rebuscaba en su cartera, intentando encontrar la tarjeta de crédito. Miró en todos los compartimentos, en los bolsillos de los pantalones, y de la chaqueta, pero no había ni rastro de la American Express.
– ¡Maldita sea mi suerte! – estalló.
Navío seguía a lo suyo, que en ese momento era el brownie, mirándolo agacharse debajo de la mesa y volviendo a registrar todos los bolsillos.
– ¡La tarjeta de crédito! ¡No está! Pero si pagué con ella las entradas de Chawton…, ¿Cómo demonios…?
– La habrás perdido – dijo Navío tranquilamente, relamiéndose las comisuras de los labios- las cosas se pierden.
– No, estoy seguro de que la tenía. ¡Ha sido la señora que me cobró las entradas! ¡Seguro que no me la ha devuelto!
– Claro, claro. Esa viejecita con el pelo blanco, que podría ser tu abuela, te ha robado la tarjeta. ¿Por qué no llamas a la policía? – le dijo Navío con sorna.
Él dejó de escucharla y salió de la cafetería, cruzando rápidamente la calle para volver a la casita de Chawton y ver si se había dejado la tarjeta en el mostrador de los tickets. Regresó a los cinco minutos, con la cara más mustia que un geranio en el Sáhara.
– ¿Y bien? – preguntó Navío.
– No está. No la han visto. No la tienen. Pero estoy seguro de que esa mala pécora miente…, ya sabía yo que venir aquí no podía traer nada bueno.
– En fin, tampoco es tanto problema ¿no? Cancelas la tarjeta y pagas en efectivo.
Aquí el sevillano empezó a ruborizarse y a tartamudear.
– No tengo… – dijo en voz casi inaudible.
– No tienes ¿qué?
– Efectivo. Al menos no tanto como para saldar la cuenta del hotel de Londres, y pagar todos los gastos de transporte hasta el aeropuerto. ¡Maldita sea! Decidí venir en el último minuto, fue un arrebato después de una borrachera. No tenía dinero en casa y cogí solo la tarjeta de crédito. ¿Cómo iba yo a pensar que podía pasarme esto?
Navío estalló en risas sin poder evitarlo. Mientras se secaba las lágrimas de regocijo de los ojos, procuró disfrutar al máximo del momento, y con toda la parsimonia y retintín que fue capaz de imprimirle a su voz, le dijo:
– Así que el señorito de Triana, el resabidillo, el don sabelotodo y precavido, ese que se echó las manos a la cabeza porque yo cometía la imprudencia de llevar todo mi dinero en el bolso, ese mismo enteradillo, resulta que ahora está sin un penique, y acusando de robo a una pobre anciana que lo más ilegal que habrá hecho en su vida es coger alguna manzana del huerto del vecino. ¡Esto es delicioso!
Y volvió a estallar en risas. Manuel estaba acumulando unas considerables ganas de estrangularla, pero no tuvo oportunidad de hacerlo porque Navío se recompuso, y muy seria esta vez, continuó:
– Está bien. Te propongo un trato. Yo pago todos los gastos, los tuyos y los míos. Transporte, hotel…, todo. Pero tú me acompañas a Winchester. Y es un préstamo, que conste. Cuando regreses a Sevilla, quiero que me mandes un cheque.
Manuel incrédulo, se había quedado con la boca abierta, y solo acertó a balbucear:
– ¡Pero eso es chantaje!
– Puede ser – contestó Navío alegremente- pero no tienes muchas más opciones.
Y acto seguido, le metió en la boca a Manuel el último trozo de su brownie, se levantó de la mesa, y le dijo:
– Para pagar la comida sí te llega, ¿verdad?
*** Anteriores entregas de Navío:
Molita
¡¡OOOH!! nuestra protagonista ha sabido tomar ventaja en esta situación, y la dulce venganza por sus continuas reprimendas la supo disfrutar trozo a trozo como el delicioso Brownie de chocolate que ordeno.
Me deleite con cada situación divertida; y me alegro que ya conozcan parte de su historia; Es un camino para algo más? Creo que a medida que se desarrolle la historia se sabrá. El toque de cheque me huele a que cuando termine su viaje, no significara que termine su extraña relación, jejejeje. El toque que Manuel sea abogado no me lo esperaba, pero me parece interesante.
Éxitos.
Lady Hachi
¡Gracias por tus ánimos! Un placer leer tus comentarios.