Del joven casi mudo que sabía hablar inglés
Toda gran búsqueda comienza con un viaje. Da igual que uno se busque a sí mismo, que busque un tesoro, al Destino, o incluso trabajo (búsqueda esta última en la que los españoles hemos demostrado ser avezados expertos). Todo pasa por el abandono de la seguridad doméstica y el lanzarse en picado al mundo que nos espera ahí fuera, bien sea para abrazarnos, o para escupirnos a la cara. Hay riesgos que merece la pena correr, y Navío Fernández Smith lo sabía. O al menos, lo intuía, con esa intuición característica de las grandes heroínas. Cuando cerró de un portazo la puerta de La vuelta al mundo en ochenta barcos tuvo claras dos cosas importantes: a) que la pérfida llovizna que no dejaba de caer iba a terminar por jorobarle los rizos aquella mañana; y b) que tenía que comprar un billete de avión a Londres.
Inglaterra, la cuna que vio nacer a su madre biológica – la malograda Alice Smith- y a su madre literaria – Jane Austen. Allí es donde buscaría la respuesta a la duda que, en los últimos tiempos, se estaba convirtiendo en una molesta certeza. Navío contaba en ese momento con veintitrés años y, pese a su poca experiencia en la vida, empezaba a sospechar que su nacimiento en 1986 había sido un tremendo error temporal. Sospecha esta, por otra parte, que suele aquejar a todas las empedernidas lectoras de novelas decimonónicas. Una peregrinación por los escenarios de sus obras favoritas, y sobre todo por los lugares en los que vivió la mayor escritora en cualquiera de las lenguas vivas o muertas conocidas, la ayudarían sin duda a descubrir algo importante. El qué, ni ella misma lo tenía claro. Quizás al pie de la tumba de Jane Austen tendría una revelación sobre cuál era su lugar en este mundo, el camino que debía tomar en el futuro, y por qué demonios a pesar de ser medio inglesa el té le parecía un bebedizo repugnante, con azúcar o sin ella.
Que la joven Navío se subiera en un vuelo directo a Heathrow sin más dominio del inglés que cuatro frases de supervivencia básica, y algunas docenas de palabras en desuso (decididamente a nadie le importa si un chaise and four es un carruaje tirado por cuatro caballos), nos obliga a reconocer que, a falta de otra cosa, poseía tenacidad y coraje, amén de un nulo sentido de lo práctico. Llevaba consigo, eso sí, la que consideraba la mejor guía que podría orientarla en el itinerario que pensaba hacer: Querida Jane, querida Charlotte. Por la ruta de Jane Austen y las hermanas Brontë, de Espido Freire. No se le ocurrió pensar que quizás además de esta hoja de ruta literaria, hubiera estado bien conseguir otra que hablara de los trenes, metros, y medios de transporte, aunque solo fuera para conseguir salir de Heathrow y llegar de una pieza a Londres. Puesto que Navío había desarrollado con los años una habilidad excepcional para no preocuparse por las cosas de las que no quería preocuparse, y para ver solo aquello que quería ver, ni un solo momento de su vuelo se vio empañado por sombra alguna de inquietud ante la total falta de planificación estructural de su viaje. Desde el mismo momento en el que se ajustó el cinturón del asiento, se enfrascó en la relectura de La Abadía de Northanger, su favorita de entre las obras de Austen. Eso le impidió reparar en la mueca de desprecio que su vecino de asiento, un hombre joven de unos treinta años, le dedicó cuando la observó sacar el volumen de su bolso. Navío lo vio poner cara rara y simplemente pensó que le habría sentado mal el desayuno. Ni cuando lo oyó mascullar: “Jesús bendito” con inconfundible acento andaluz, se le ocurrió suponer otra cosa más que seguramente le tenía miedo a volar y que se estaba encomendando como buen devoto a alguna imagen de la Semana Santa de su tierra.
– No te preocupes, también es mi primera vez. – Le comentó Navío con una sonrisa.
Él fulminó de un solo vistazo el libro que tenía entre las manos, y giró la cabeza hacia la ventanilla.
– La mía, no. – Masculló de forma desagradable, y no volvió a hablar más en todo el vuelo.
Navío, que estaba muy ocupada enamorándose del señor Tilney, por quinta vez desde que lo conociera hacía ya tres años, apenas se dio cuenta de este hecho, y solo levantó la vista de su libro cuando el avión tomó tierra y los pasajeros empezaron a practicar la lucha libre en medio del pasillo, atacando al resto de viajeros con codazos y pisotones, en el intento de ser los primeros en recorrer el estrecho pasillo. En medio de esta violenta refriega, que tiene lugar tantas veces como aviones aterrizan en el mundo, el libro de Navío fue a parar a los pies de su vecino, el joven-casi-mudo, que muy en contra de su voluntad lo rescató del suelo, tomándolo con los dedos pulgar y corazón, y alejándolo de la nariz como si fuera algo apestoso, y se lo devolvió a su dueña. A ella, su cara le recordó a la de Fermín Fernández cuando pasaba por delante de una librería.
Navío escapó del avión como pudo y solo entonces empezó a preguntarse si no habría sido demasiado precipitado todo lo que tenía que ver con aquel viaje. De repente, se sintió perdida, e hizo lo que todo turista despistado hace por puro instinto de supervivencia: seguir al resto de la gente. En concreto, comenzó a seguir al joven-casi-mudo, no porque le agradara, sino porque era del único que estaba segura que iba en su vuelo. Lo siguió en su peregrinación por la consabida parada en los lavabos (Navío prefirió esperar fuera dando saltitos para aguantar el pis, antes que arriesgarse a hacer cola en el de chicas y perderlo), la cinta de equipajes y el control de pasaportes. La última parada fue en la ventanilla de billetes de tren. Allí, el joven-casi-mudo demostró que no solo no carecía de la facultad del habla, sino que era capaz de hablar inglés con desparpajo y sin el menor rastro de acento andaluz.
– ¡Ay, mi madre!
Navío se había saltado su puesto en la cola y acodada en el mostrador lo miraba con la boca abierta. Era la sorpresa lo que le había hecho recordar de pronto a su progenitora de aquella forma tan expresiva.
– Esto del inglés se te da muy bien ¿no?
Navío le dedicó su sonrisa más encantadora, sin que tuviera el más mínimo efecto. La mueca de desagrado que parecía ser un rasgo permanente en él, se combinaba ahora con un gesto de sorpresa ante tan decidido abordaje. Ella no se arredró.
– Necesito llegar a la ciudad, conseguir hotel y planificarme un poco. Y la verdad es que no entiendo nada de lo que me dicen. No pensé en ello antes de salir de casa, sinceramente, porque lo único que quería entonces era llegar aquí. ¿Sabes? Tengo una gran ruta por hacer. Me encanta la literatura inglesa. Adoro a Jane Austen – Navío dijo esto mostrando La Abadía, que aún llevaba en la mano, ante lo cual el chico retrocedió cual vampiro ante un crucifijo-, y quiero visitar todos los lugares que tienen que ver con ella. En fin, que yo solo pensaba en eso, y no tuve en cuenta que no hablo inglés, y que no tengo ni idea de cómo llegar a los sitios. Así que ha sido una suerte conocerte. Porque, en fin, ¿me ayudarás, verdad?
La boca del joven-casi-mudo-que-hablaba-inglés se abrió un poco más. Ahora casi parecía un muñeco de esos a los que se les mete la mano en la cabeza para hacerlos hablar. Durante un minuto la miró incrédulo, y cuando Navío empezaba a pensar que aquel hombre solo era capaz de expresarse en inglés, pronunció un NO, alto, claro y redondo. Con mayúsculas y gestos de exclamación, como si flotara en un bocadillo de cómic encima de su cabeza.
– ¿No? ¿Cómo que no?
– ¡No!
Y cogiendo su billete de tren y su maleta se alejó, dejando a Navío a su suerte. Como quiera que nuestra heroína era una mujer de recursos, echó mano rápidamente del lenguaje universal de los signos, y cual versión femenina de Tarzán empezó a pegarse expresivas palmadas en el pecho, y a señalar luego al joven, para dar a entender a la flemática inglesa de la ventanilla que iba al mismo sitio que él. Le extendió un billete de cincuenta libras, cogió su ticket y el cambio, y salió corriendo para no perderlo de vista. Comprar libras inglesas había sido la única cosa práctica que había hecho antes de salir, más por adelantar la sensación de estar en el destino que por ningún sentido de la precaución. De hecho, cualquiera opinaría que llevar todos los ahorros de su vida en el bolso, no era para nada precavido ni inteligente. Pero así los llevaba Navío, dos fajos de libras esterlinas atados con delicadas cintas rosas, y apretados en el fondo del bolso, junto a La Abadía y a Querida Jane, querida Charlotte.
Navío entró en el vagón del tren dos segundos antes de que se cerraran las puertas, y seguramente esa fue la única razón para que el joven-casi-mudo-que-hablaba-inglés no saliera corriendo al verla. Ella se sentó resueltamente en el asiento libre frente al suyo, cruzó las piernas como lo había visto hacer en las películas a Ava Gadner, y le clavó una mirada que echaba chispas:
– No has sido demasiado amable, pero te voy a dar otra oportunidad de estar en mi compañía. ¿A qué hotel vamos?
– ¿Perdón? ¿Qué has dicho? – el tono de él expresaba un pasmo sin límites- ¿Me estás acosando?
Navío puso los ojos en blanco.
– Una dama nunca acosa. Simplemente te estoy dando la oportunidad de portarte como un caballero.
– ¡Jesús bendito!
– Eso ya lo has dicho antes. ¿No sabes más expresiones en español? Yo hubiera jurado que eras de Sevilla. – Navío se reclinó hacia delante, apoyando los codos en sus piernas, y dejando descansar la barbilla entre las palmas de sus manos. La espalda de él se puso rígida en el asiento.
– Pues sí, de Triana, soy de Triana, y eso ni es asunto tuyo, ni te interesa. Y no tengo la menor intención de acompañarte a buscar ningún hotel. ¿Me he expresado con claridad?
– Con claridad meridiana. Es el discurso más largo que te escucho hacer en cristiano en las casi cuatro horas que hace que nos conocemos. No hace falta que me ayudes a buscar hotel. Me quedo en el tuyo.
– ¿Y qué te hace pensar que yo voy a un hotel, listilla?
– Pues la guía de viaje que llevas en la mano. Tú también vienes de turismo, no mientas. Por cierto, que guía más aburrida has escogido. Yo llevo esta, – y empezó a rebuscar en el bolso hasta encontrar Querida Jane, querida Charlotte. Se la mostró con una sonrisa de triunfo.
Por toda respuesta, él dio un bufido, y se hundió en el asiento, parapetándose detrás de su Guía Azul de Londres. En silencio transcurrió todo el trayecto. Navío estaba atenta a cada parada del tren, para apearse en el mismo sitio en el que lo hiciera aquel joven sevillano. En silencio reflexionaba que no era un personaje muy simpático, pero que puesto que parecía una persona religiosa – tantas veces invocaba a Jesús-, no podía tratarse de ningún psicópata, y eso siempre era de agradecer. Tuvo suerte nuestra protagonista de que al llegar a la gran estación de Paddington, él no subiera pitado en un taxi con rumbo a Siberia o a cualquier otro sitio al que no pudiera seguirlo, sino que saliera andando de la estación, camino del hotel que había reservado, y que quedaba apenas a cinco minutos andando. A Navío, que iba arrastrando una maleta con las mil doscientas treinta páginas de las obras completas de Jane Austen, amén de Jane Eyre, Middlemarch y Norte y Sur –todas con encuadernaciones en pasta dura- el trayecto se le hizo de todo menos corto. Cuando por fin entró resoplando en el hotel, él ya estaba terminando de hacer el check in. Navío se acercó, y le dio un golpecito en el hombro:
– ¿Podrías preguntar si tienen una habitación libre?
Él dejó caer el bolígrafo con el que estaba rellenando el formulario, e hizo el gesto de pegarse con la cabeza en el mostrador, lo cual le pareció a Navío exageradamente teatral, e innecesario.
– Oye, voy a terminar por pensar que de verdad te molesto.
– ¿No me digas? – Le respondió él levantando la cabeza del mostrador.- Oye, si al final no vas a ser tan tonta.
– Venga ya, pero ¿se puede saber qué te he hecho? Solo te estoy pidiendo un favor, y tú te estás portando como un capullo maleducado. ¿No te enseñó tu madre que hay que ser amable con las mujeres? Petardo, engreído, relamido y estirado. ¿Se puede saber quién demonios te crees que eres?
Los ojos de Navío se habían convertido en dos oscuras tempestades, tan violentas como la mala leche que le subía desde el estómago. Él se envaró, contuvo la respiración, y cuando ella hubo terminado, se acercó lentamente y se inclinó para decirle al oído:
– Soy un petardo, engreído, relamido, y estirado que SÍ habla inglés. Que tengas suerte.
Y se marchó hacia los ascensores, dejando a Navío de piedra.
– Maldita sea- siseó ella-, lo peor de todo es que el capullo tiene toda la razón.
(*) Podéis leer los capítulos I y II de este delicioso folletín aquí, y aquí.
Molita
No te imaginas lo mucho que me he reído con este capítulo, para mi concepto te quedo de lujo; imaginar a Navío en estas circunstancias y casi que acosando al «petardo, engreído, relamido y estirado» me ha hecho el día.
Ya tengo ilusión por el próximo capítulo, para saber si tendrán un nuevo encuentro estos dos.
Éxitos.
Lady Hachi
¡Gracias! Que os riáis leyendo la historia como lo estoy haciendo yo al escribirla es lo que más ilusión me hace. Veremos a ver cómo terminan estos dos…
Calíope
jajajaj Trianero tenía que ser jajaja. Tendría que releer Persuasión jajajaj
Lady Hachi
🙂 Como bien dice nuestra amiga Victoria, hay darcies en todos los países y regiones…, ahora hay que tener la suerte de encontrarlos ¡jajaja! Vamos a darle un voto de confianza al chico.