Juegos de sombras
- en mayo 13, 2015
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Si nunca te has visto privado de tu sombra, puede que seas incapaz de responder aquella pregunta que se hacía un poeta argentino : “¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?”(*).
Yo, después de todo lo vivido con la mía, lo tengo claro. Es lo segundo, no tengáis la menor duda.Y es que, admitámoslo, algunas veces somos tan planos, tan monocordes, tan….aburridos, que hasta nuestra propia sombra se harta de nosotros y huye. No todos tenemos una Wendy que la sujete con puntadas a nuestros pies. Y eso que la sombra de Peter no debía aburrirse nada con su dueño. La mía, sí. La mía bosteza y ronca, y se arrastra resignada. No la culpo. Yo también me aburro. La existencia de una solterona de cincuenta y varios, en un pueblo tan pequeño como el mío, no admite los calificativos de “emocionante”, “sorprendente” o tan siquiera “singular”. ¡Oh, no es que no tenga cosas que hacer! Puedo jurar que desde que me levanto a las siete de la mañana, hasta que puntualmente me meto en la cama a las diez y media, no hay un minuto de mi día en el que no tenga algo que atender. Las mañanas las dedico enteras a desempolvar el viejo caserón en el que vivo. No es que me guste, pero es una herencia, y no tengo otro sitio donde ir. Mi tía me lo legó en agradecimiento por los veinte años que pasé cuidándola. Ella estaba impedida y necesitaba ayuda permanente, y yo no tenía a nadie más. Ni padres, ni hermanos, ni abuelos. Solo ella. Así que yo le estaba muy agradecida por permitirme vivir a su lado, pese a que pecara de exceso de carácter, por decirlo de alguna forma. Ya hace cuatro años que murió y no puedo evitar pensar que desde el más allá me vigila para que siga haciendo las cosas tal y como a ella le gustaban: “Levantarse tarde no es de personas decentes. El tiempo que Dios nos da es para emplearlo en cosas productivas, no para que andemos vagueando en la cama. Arriba, niña – me llamó niña hasta el último minuto-, hay que limpiar el polvo de todos los cuartos, lavar las cortinas, abrillantar la cubertería, desbrozar el jardín”. Y así todos los días, todos los meses, durante los veinte años que viví con ella.
Pero no todo el tiempo se me iba, ni se me va, en limpiar. Las tardes siempre han sido verdaderamente productivas: lunes, miércoles y viernes se reúne en casa el Círculo de Punto de Cruz. Son las viejas amigas de mi tía. Las pobres ya casi no ven, y realmente más que dar puntadas en la tela lo que hacen es darle a la lengua cosiendo a chismes todo el pueblo. Podría decirles que realmente siempre he odiado el punto de cruz y que ahora que la tía no está, doy por clausurada esta ridícula sociedad. Pero sé que a ella no le gustaría, y aunque mi sombra se pierda de vez en cuando, os aseguro que la suya parece perseguirme continuamente. Por eso tampoco he dejado de ir los martes y los jueves al Grupo de Voluntarios para la Conservación y Mantenimiento de Nuestros Jardines, ni los sábados al Coro Parroquial, aunque lo cierto es que me traen sin cuidado las petunias del parque y nunca he tenido el más mínimo talento musical. Lo que pasa es que a la gente de este pueblo le sobra el tiempo, y se da por sentado que a una solterona como yo le sobra más tiempo que a nadie.Esa es mi vida, y si ya me parece poca cosa siendo la protagonista, ¿qué será vivirla tan solo como la sombra de mí misma? Sobrecogedor pensamiento. Por eso nunca he podido culparla cuando a ratos se perdía y me dejaba sola. Sé que algunas veces, sobre todo durante las infinitas reuniones de punto de cruz, ha tenido que retorcerse y hacerse un nudo en la boca para no aullar de frustración. Pero lo de la última vez, hace cosa de seis meses, fue preocupante, y ya no pude dejarlo pasar por alto. Durante tres mañanas seguidas barrí cuidadosamente los doscientos cincuenta escalones de casa, desde el ático al porche, sin que se dignara estar en la pared, como solía. Siempre me ha parecido una de las tareas de limpieza más entretenidas, porque al mirarla me daba la impresión de que bailaba abrazada a la escoba, y así me amenizaba la tarea. Pues como digo, durante tres mañanas enteras no apareció, y durante tres tardes completas tuve que salir sin ella, y arriesgarme a ser la próxima comidilla del Círculo. Al cuarto día, yo ya estaba realmente angustiada. No podía ser tan desvergonzada, tenía que haberle pasado algo, seguro, segurísimo. Y me puse a hacer memoria, para concretar en qué momento y lugar la vi por última vez. Tras pensarlo detenidamente, llegué a la conclusión de que el último día que la vi fue el lunes por la mañana, mientras sacábamos el polvo a la porcelana del aparador, en el segundo piso. Sí, fue entonces, así que me dirigí decidida al mencionado aparador. Abrí las vitrinas y recorrí todas las figurillas por si se escondía detrás de ellas. Nada, ni rastro. Entonces pensé que quizás se había ocultado en los cajones mientras ordenaba las mantelerías. Los registré uno por uno, pero estaban desiertos de sombra alguna. En ese momento, reparé en que la puerta de la biblioteca estaba entreabierta. La biblioteca es la única habitación que casi nunca se abre. Solo en dos ocasiones al año, cuando una señora del pueblo viene para ayudar con la limpieza general. A mi tía no le gustaba entrar allí. La biblioteca había pertenecido a mi tío, que murió cuando yo era pequeña. Según tengo entendido, era un lector empedernido, algo que nunca gustó a la tía, que consideraba que todas las horas que pasaba allí su marido eran una tremenda pérdida de tiempo. Extrañada, entré en la estancia, que estaba casi a oscuras, a pesar de los grandes ventanales que la presiden, pues las pesadas cortinas estaban siempre echadas. Allí la encontré, sentada delante de una de las estanterías abarrotadas de libros. Ni siquiera me miró cuando entré. Permaneció inmóvil, en la misma postura. Al final, opté por ir junto a ella y sentarme a su lado, lo cual me resultó muy extraño. Una no espera nunca tener que ir detrás su sombra, cuando lo normal es justo lo contrario. Pero allí nos quedamos las dos, mirando los lomos de los libros un buen rato. Se me ocurrió entonces, que quizás lo que quería era echarle un vistazo a alguno de ellos, y que obviamente sin mi ayuda no podía. Pensé que tampoco sería tan malo si la complacía, así que tomé el volumen que tenía más a mano y le dije: “¿Diez minutos solo, vale?”, y comencé a leer Ivanhoe en voz alta. Lo cierto, debo confesarlo avergonzada, es que esa mañana no terminé de limpiar los cristales, ni de quitar el hollín de la chimenea. Pasaron dos horas enteras antes de que pudiera soltar el libro. Desde entonces, mi sombra y yo tenemos un acuerdo. Todos los días robamos un par de horas para perdernos entre los libros. Sé lo que pensaría mi tía, pero ¡es tan divertido no ser yo durante un rato! En los últimos meses he surcado mares como corsario, servido en las cruzadas junto al Rey Ricardo, me he batido en duelo con los hombres de Richelieu, he aprendido a bailar el vals, y he paseado por los jardines de Pemberley. Mi sombra está encantada, sobre todo desde que he dado un paso más. Ya no me valía imaginarme como protagonista de esas historias, quería sentir cómo sería convertirme realmente en un personaje de las mismas. Así que por las noches, cuanto termino mis tareas, me dedico a coser. Y tengo que reconocer que, aunque pasearse por casa con la vieja espada del abuelo a la cintura no es muy cómodo, ni las calzas y el jubón son muy favorecedores, los vestidos de baile, los tocados y los chales me sientan genial. Y a mi sombra, también.
Continuará…
(*) Oliverio Girondo
- Esta historia está publicada también en un blog que comparto con unos amigos, Peripecias en la Azotea, pero quería compartirla aquí porque he creído que algunos de vosotros -sobre todo los que seguisteis las desventuras de Navío-, os puede gustar. Os animo de todas formas a pasar por el otro blog, y ver el trabajo de mis compañeros. Os gustará, seguro.
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