De la inoportuna ceremonia de graduación
- en diciembre 13, 2014
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Hay ocasiones en la vida en la que es más fácil dejarse arrastrar por la corriente, que empeñarse en llegar a una orilla, o a algún puerto seguro. A Manuel, aquella le pareció una de esas ocasiones. Llegados a ese punto, plegarse al vendaval de energía de Navío le resultaba más sencillo que tratar de buscar una alternativa a su curioso chantaje. Y además, quizás – solo quizás-, ni tan si quiera quería hacerlo.
Salieron de Cassandra’s Cup y cruzaron la calle. Según las indicaciones que la camarera le había proporcionado al joven, el autobús que conducía a Winchester no tardaría mucho en pasar y tenía parada justo enfrente de la cafetería. Navío andaba con paso ligero, como de bailarina, sorteando charcos con piruetas infantiles y la risa floja de una borracha. Diremos en su defensa que su borrachera era de pura felicidad, y que no amenazaba ningún coma etílico. No podía creerse que el trianero no hubiera presentado batalla, y lo miraba de reojo, tratando de juzgar si tal vez no le había hecho justicia desde el primer momento. Él estaba muy callado, y se limitaba a observarla sin hacer ningún comentario. El autobús no tardó más de cinco minutos en llegar, y Navío se sintió aliviada cuando lo hizo. Empezaba a parecerle muy raro que Manuel no se hubiera enfadado, ni le hubiera hecho ningún reproche, ni hubiera tratado de darle alguna lección, como solía, y se preguntaba si el joven no estaría aguantando para terminar por estallar violentamente y caer sobre ella como la tormenta de aquella mañana.
Subieron al autobús y Navío le tendió un billete al conductor, pero este lo rechazó y le dijo algo, señalando un letrero que había pegado en el cristal de una de las ventanas. Navío miró a Manuel, interrogante.
– Dice que solo se acepta el importe justo del ticket, no dispone de cambio – aclaró él.
– Pero yo no tengo suelto – protestó ella-, espera, tengo un billete más pequeño. Con este no debería tener problema.
Pero el conductor volvió a rechazarlo secamente, señalando de nuevo el cartel de la ventana y dando muestras de impaciencia.
– Solo importe exacto – repitió Manuel- dice que son las normas.
– ¿Y cómo demonios se supone que íbamos a saber nosotros esas normas? ¿Quién ha puesto una norma tan absurda? Pues dile que se quede con el cambio, y listo.
El joven se dirigió al conductor para explicarle el problema, y ofrecerle la solución de Navío. A ella no le hizo falta saber inglés para darse cuenta de que aquel tipo los estaba mandando a paseo. Negó con la cabeza, señaló el reloj de su muñeca y acto seguido la puerta del autobús, en una inequívoca invitación a que se bajaran y lo dejaran seguir con su ruta de una vez.
– ¡Y un cuerno! – estalló la joven-, de aquí no me baja nadie.
Y al conductor tampoco le hizo falta saber español para comprender que aquella joven iba a causarle problemas.
A Manuel la situación, lejos de incomodarlo, le estaba resultando muy divertida. Se limitó a cruzarse de brazos y esperar, preguntándose qué haría ella para resolver la situación. En su mente, apostaba diez contra uno a que la determinación de Navío terminaba por ganarle la batalla a la rigidez británica del conductor. Tapándose con disimulo la boca con la mano, para ocultar la sonrisa que empezaba a asomarse a sus labios, vio cómo Navío sacaba todo el contenido de su bolso, buscando y rebuscando billetes pequeños y monedas con los que cumplir las exigencias del servicio de transporte inglés. En el pequeño mostrador delante del conductor, empezaron a amontonarse un pequeño neceser, varios paquetes de pañuelos, un boli, una libreta, un pequeño espejo, una agenda telefónica…, decididamente el mostrador se quedaba pequeño.
– ¡Oh, qué demonios! – exclamó exasperada, y arrodillándose en el suelo vació en él todo el contenido del bolso.
Ante la mirada atónita del conductor, y los cuatro o cinco pasajeros del autobús, quedaron desparramados –entre sus demás pertenencias- varios fajos de libras, además del ejemplar de Querida Jane, Querida Charlotte, y su inseparable volumen de La Abadía de Northanger. Varias monedas tintinearon y rodaron por el suelo. Una señora de mediana edad que estaba sentada en los primeros asientos del autobús se apresuró a levantarse y recuperarlas, y se las tendió a Navío con una sonrisa, acompañada de unas palabras ininteligibles para ella y una señal de reconocimiento hacia la novela. La señora sacó del bolsillo del abrigo su monedero, y tras intercambiar unas breves palabras con el conductor, lo abrió y sacó de él algunas monedas, que dejó en el mostrador. Luego le dio unas amables palmaditas en el hombro a Navío y volvió a sentarse. Nuestra joven protagonista estaba perpleja, y aún arrodillada en el suelo se giró hacia Manuel en busca de una explicación.
– Parece ser que has encontrado un alma gemela en cuanto a gustos literarios se refiere – y sacudió la cabeza en un gesto de incrédula sorpresa-. Le ha dicho al conductor que nadie iba a bajar del autobús a una lectora de Jane Austen, y ha puesto lo que faltaba para los billetes. Decididamente, sois una secta un poco extraña.
Navío se levantó, y no sabiendo como agradecer el gesto con palabras, se limitó a apretar el volumen de La Abadía contra su pecho, y a sonreír. Manuel también sonrió, por el puro placer de contemplarla, pues no tenía más remedio que reconocer que la sonrisa de Navío era una de las cosas más bonitas que había visto en su vida. Aunque también es verdad que se hubiera dejado matar antes de decirlo en voz alta. Así pues, se apresuró a recomponerse y ayudó a Navío a guardar de nuevo todas sus pertenencias en el bolso.
De un chantaje muy oportuno
- en octubre 26, 2014
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
- 2
Apenas había terminado de dar rienda suelta a su frustración, cuando el joven se arrepintió amargamente de haberse permitido una manifestación tan clara de su orgullo herido. Miró a la joven esperando oírla estallar en risas, y se preparó para que empleara con él todo su burlesco descaro. Pero las carcajadas no llegaron. Ella lo miraba con una expresión de sorpresa, incredulidad, y también con algo más, aunque no supo descifrar qué. El caso es que ningún comentario hiriente salió de su boca, y él se lo agradeció desde el fondo de su corazón, aunque se hubiera dejado matar antes que reconocerlo.
Navío, que sentía que su corazoncito novelero se ablandaba ante las penas del chaval, le dio un suave golpecito en el hombro, y simplemente le dijo, “continuemos la visita”.
Subieron a las habitaciones de arriba, y Navío corrió de una a otra, saliendo y entrando de las estancias, regresando a ellas, escrutando cada rincón, y dejando que su espíritu se fundiera con el encanto de la casa. El de Triana la seguía, se dejaba guiar sin oponer resistencia, observando con una incredulidad no exenta de fascinación cómo aquella chica tan extraña se perdía en mundo que parecía habitar solo ella. Era indudable que donde él veía una casita rural, amueblada con algunos enseres antiguos, cachivaches y baratijas de gente que llevaba muerta vete tú a saber cuánto, ella veía mucho más. “Alucinaciones de enajenada, por supuesto” – pensaba, mientras salía de una de las estancias- y entonces la observó, apoyada en el marco de una ventana, en el pasillo, mirando al jardín. Un incauto rayo de sol que se había atrevido a asomarse entre las nubes de un cielo aún hosco, se perdió entre la oscuridad de los rizos de Navío. Al de Triana se le cortó el earl grey que había tomado hacía un par de horas, y también la respiración. “Es guapa. Si no estuviera tan loca” – pensó-, y acto seguido y a propósito se golpeó la cabeza con el quicio de la puerta, pues no podía creer lo que acababa de pensar. “Como si no hubiera tenido ya bastante”, se dijo. Navío, que acababa de apartar la mirada de la ventana, lo vio pegarse contra la madera y temió por un momento que aquel chico hubiera perdido el juicio, y temió aún más que fuera a causar algún desperfecto, así que lo llamó al orden:
– ¡Oye! Que el Muro de las Lamentaciones queda bastante lejos de aquí, haz el favor de no pagar con la puerta tu mala sangre.
Él le lanzó una mirada entre avergonzada y asesina, que es una mirada muy complicada de conseguir, y que le hubiera valido un Óscar si aquello hubiera sido una película y no la vida real.
– Eres la chiquilla más maleducada que he tenido la desgracia de conocer.
– Y tú, tú, ¿tú cómo te llamas, por cierto? Y si vuelves a decirme que no ni me importa, ni me interesa te juro que soy capaz de morderte.
– Manuel –contestó él con una media sonrisa- me llamo Manuel.
– ¡Cómo no! ¿Puedo llamarte Manu?
– Ni se te ocurra, y vamos arreando que aquí ya no hay nada más que ver.
Bajaron en silencio las escaleras, molestos los dos. Él por haberse dejado pescar en un momento de debilidad, y ella por haber tenido tan poco tacto con alguien que, al fin y al cabo, parecía estar pasándolo mal.
Aún les quedaba un edificio por visitar, una sala de construcción moderna, llamada “Centro de Visitantes”, donde se proyectaba un documental sobre la vida de Jane Austen y el impacto de su obra. Navío se empeñó en entrar y Manuel, que ya había aprendido que cualquier cosa que saliera de aquella madeja de rizos la llevaba a cabo sí o sí, entró y se acomodó en una de las sillas. El documental acababa de empezar, y por supuesto, estaba en inglés. Ella no se atrevió a pedirle que él le tradujera, que bastantes negativas le había dado ya el señorito, y él simplemente, aunque sin esperarlo, se vio absorbido por las imágenes, que detrás de los hombres y mujeres disfrazados con vestidos, chaquetas y corbatas imposibles, relataban un vida sorprendente, dentro de su sencillez. Nunca hasta entonces se había parado a pensar cómo aquella mujer, que casi no había viajado, ni visto mundo, ni había estudiado en grandes centros, había sido capaz de imponerse en el imaginario literario mundial durante los últimos dos siglos. Siempre había creído que lo que atraía a las mujeres como moscas a la miel, eran esas malditas adaptaciones de la BBC con hombres enfundados en pantalones ridículos y saliendo de lagos con la camisa húmeda, sin miedo a una pulmonía que por aquellos entonces podía haberlos llevado al más allá. Ahora, viendo aquel documental y acordándose de la minúscula mesita de trabajo de la autora, no pudo menos que sentir el atisbo de un sentimiento parecido al respeto, cuando no a la admiración. Pero se guardó mucho de decírselo a su acompañante, que cruzada de brazos a su lado, lo miraba a él y a la pantalla alternativamente, mordiéndose la lengua para no soltar ningún improperio.
Cuando abandonaron la casa museo, el ruido de las tripas de Navío, quejándose por la falta de algo sólido, les indicó que era la hora del almuerzo, y como no podía ser de otra forma, terminaron cruzando la calle y entrando en Cassandra’s Cup, una pequeña cafetería que reunía en sus escasos metros cuadrados el sueño de toda austenita soñadora, romántica o cursi por antonomasia. El techo del local estaba totalmente repleto de delicadas tazas de té, que colgaban cual farolillos en un festival de verano. Manuel miró al techo y se preguntó si con la suerte que parecía acompañarlo en los últimos tiempos, no terminaría por verse sepultado debajo de unos cuantos kilos de loza y porcelana. Navío, por su puesto, estaba encantada. Se sentaron en una mesita de madera, al lado de una de las ventanas que daban a la calle, y ojearon la carta. Era una carta sencilla, compuesta por sándwiches y pasteles caseros, y Navío se decidió por un sándwich de queso brie con mermelada de frambuesa, en tanto que el trianero se decantó por un simple york con queso.