Del hombre feo, fuerte y formal
- en febrero 15, 2015
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Si dijéramos que Navío se subió al avión de regreso a Madrid con las ideas más claras de lo que las tenía cuando lo hizo para lanzarse a la aventura, mentiríamos, y eso es algo muy feo, aunque seas el narrador de una historia. Especialmente si lo eres. La pura verdad es que nuestra joven heroína regresaba a su casa con el espíritu confuso, agitado y francamente revuelto. No ayudó a que aterrizara en Barajas con más presencia de ánimo el hecho de que las dos horas y media que duró el vuelo las turbulencias se ensañaran con el avión cual barman con una cocktelera en la mano. Cuando por fin el trayecto llegó a su término y se encontró delante de la cinta de equipajes, con su maleta recién rescatada en la mano, Navío no tuvo fuerzas más que para sentarse encima de ella y quedarse mirando cómo el resto de pasajeros se hacían con sus bultos y escapaban rápidamente hacia la puerta de salida. Al final, en la cinta solo quedó un bolso floreado, que solitario repetía el mismo camino una y otra vez, en un bucle infinito, como los pensamientos de Navío, que se centraban de forma persistente en las últimas palabras del sevillano: “no me cabe la menor duda de que conseguirás todo lo que te propongas”.
Durante los cincuenta minutos que Navío permaneció allí sentada, pudo constatar varios hechos:
– Uno: que quedarse mirando embobada la cinta de equipajes de un aeropuerto no es delito, pero puede suscitar la suspicacia de la policía.
– Dos: que no es nada agradable el hecho de que te confundan con ninguna de estas cosas: a) una terrorista; b) una enajenada; c) una mujer abandonada por su novio, prometido, marido o ejemplar del género masculino que sea.
– Tres: que lo que de verdad, real y verdaderamente siempre había deseado desde el fondo de su corazón había sido pasarse la vida entre libros.
Esto último, apareció en su mente como una revelación, mientras la policía del aeropuerto le devolvía su dni, y la instaba de forma poco amable a largarse. Su verdadero propósito en esta vida era ser librera, y si no lo había reconocido antes era porque, por muy de protagonista de novela decimonónica que resultara, no le apetecía quedarse completamente huérfana, y era de esperar que a Fermín Fernández le diera una apoplejía cuando su hija se lo dijera. Por tanto, en el taxi de camino a su casa, Navío preparó mentalmente su discurso. Tendría que ser muy inteligente para conseguir que su padre la escuchara, y evitar al mismo tiempo cualquier posible amago de infarto. Pero, acordándose de las palabras de Manuel, sintió con total seguridad que lo conseguiría.
– ¡Como que me llamo Navío Fernández Smith! – exclamó en voz alta y con el puño en alto.
El taxista, mirándola con ojos como platos por el espejo retrovisor, le preguntó si estaba ensayando para alguna obra, o si acaso se estaba medicando, y Navío decidió que sería mejor acabar de ultimar los detalles de su plan en un discreto silencio.
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