Juegos de sombras
- en mayo 13, 2015
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Si nunca te has visto privado de tu sombra, puede que seas incapaz de responder aquella pregunta que se hacía un poeta argentino : “¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?”(*).
Yo, después de todo lo vivido con la mía, lo tengo claro. Es lo segundo, no tengáis la menor duda.Y es que, admitámoslo, algunas veces somos tan planos, tan monocordes, tan….aburridos, que hasta nuestra propia sombra se harta de nosotros y huye. No todos tenemos una Wendy que la sujete con puntadas a nuestros pies. Y eso que la sombra de Peter no debía aburrirse nada con su dueño. La mía, sí. La mía bosteza y ronca, y se arrastra resignada. No la culpo. Yo también me aburro. La existencia de una solterona de cincuenta y varios, en un pueblo tan pequeño como el mío, no admite los calificativos de “emocionante”, “sorprendente” o tan siquiera “singular”. ¡Oh, no es que no tenga cosas que hacer! Puedo jurar que desde que me levanto a las siete de la mañana, hasta que puntualmente me meto en la cama a las diez y media, no hay un minuto de mi día en el que no tenga algo que atender. Las mañanas las dedico enteras a desempolvar el viejo caserón en el que vivo. No es que me guste, pero es una herencia, y no tengo otro sitio donde ir. Mi tía me lo legó en agradecimiento por los veinte años que pasé cuidándola. Ella estaba impedida y necesitaba ayuda permanente, y yo no tenía a nadie más. Ni padres, ni hermanos, ni abuelos. Solo ella. Así que yo le estaba muy agradecida por permitirme vivir a su lado, pese a que pecara de exceso de carácter, por decirlo de alguna forma. Ya hace cuatro años que murió y no puedo evitar pensar que desde el más allá me vigila para que siga haciendo las cosas tal y como a ella le gustaban: “Levantarse tarde no es de personas decentes. El tiempo que Dios nos da es para emplearlo en cosas productivas, no para que andemos vagueando en la cama. Arriba, niña – me llamó niña hasta el último minuto-, hay que limpiar el polvo de todos los cuartos, lavar las cortinas, abrillantar la cubertería, desbrozar el jardín”. Y así todos los días, todos los meses, durante los veinte años que viví con ella.
Pero no todo el tiempo se me iba, ni se me va, en limpiar. Las tardes siempre han sido verdaderamente productivas: lunes, miércoles y viernes se reúne en casa el Círculo de Punto de Cruz. Son las viejas amigas de mi tía. Las pobres ya casi no ven, y realmente más que dar puntadas en la tela lo que hacen es darle a la lengua cosiendo a chismes todo el pueblo. Podría decirles que realmente siempre he odiado el punto de cruz y que ahora que la tía no está, doy por clausurada esta ridícula sociedad. Pero sé que a ella no le gustaría, y aunque mi sombra se pierda de vez en cuando, os aseguro que la suya parece perseguirme continuamente. Por eso tampoco he dejado de ir los martes y los jueves al Grupo de Voluntarios para la Conservación y Mantenimiento de Nuestros Jardines, ni los sábados al Coro Parroquial, aunque lo cierto es que me traen sin cuidado las petunias del parque y nunca he tenido el más mínimo talento musical. Lo que pasa es que a la gente de este pueblo le sobra el tiempo, y se da por sentado que a una solterona como yo le sobra más tiempo que a nadie.Esa es mi vida, y si ya me parece poca cosa siendo la protagonista, ¿qué será vivirla tan solo como la sombra de mí misma? Sobrecogedor pensamiento. Por eso nunca he podido culparla cuando a ratos se perdía y me dejaba sola. Sé que algunas veces, sobre todo durante las infinitas reuniones de punto de cruz, ha tenido que retorcerse y hacerse un nudo en la boca para no aullar de frustración. Pero lo de la última vez, hace cosa de seis meses, fue preocupante, y ya no pude dejarlo pasar por alto. Durante tres mañanas seguidas barrí cuidadosamente los doscientos cincuenta escalones de casa, desde el ático al porche, sin que se dignara estar en la pared, como solía. Siempre me ha parecido una de las tareas de limpieza más entretenidas, porque al mirarla me daba la impresión de que bailaba abrazada a la escoba, y así me amenizaba la tarea. Pues como digo, durante tres mañanas enteras no apareció, y durante tres tardes completas tuve que salir sin ella, y arriesgarme a ser la próxima comidilla del Círculo. Al cuarto día, yo ya estaba realmente angustiada. No podía ser tan desvergonzada, tenía que haberle pasado algo, seguro, segurísimo. Y me puse a hacer memoria, para concretar en qué momento y lugar la vi por última vez. Tras pensarlo detenidamente, llegué a la conclusión de que el último día que la vi fue el lunes por la mañana, mientras sacábamos el polvo a la porcelana del aparador, en el segundo piso. Sí, fue entonces, así que me dirigí decidida al mencionado aparador. Abrí las vitrinas y recorrí todas las figurillas por si se escondía detrás de ellas. Nada, ni rastro. Entonces pensé que quizás se había ocultado en los cajones mientras ordenaba las mantelerías. Los registré uno por uno, pero estaban desiertos de sombra alguna. En ese momento, reparé en que la puerta de la biblioteca estaba entreabierta. La biblioteca es la única habitación que casi nunca se abre. Solo en dos ocasiones al año, cuando una señora del pueblo viene para ayudar con la limpieza general. A mi tía no le gustaba entrar allí. La biblioteca había pertenecido a mi tío, que murió cuando yo era pequeña. Según tengo entendido, era un lector empedernido, algo que nunca gustó a la tía, que consideraba que todas las horas que pasaba allí su marido eran una tremenda pérdida de tiempo. Extrañada, entré en la estancia, que estaba casi a oscuras, a pesar de los grandes ventanales que la presiden, pues las pesadas cortinas estaban siempre echadas. Allí la encontré, sentada delante de una de las estanterías abarrotadas de libros. Ni siquiera me miró cuando entré. Permaneció inmóvil, en la misma postura. Al final, opté por ir junto a ella y sentarme a su lado, lo cual me resultó muy extraño. Una no espera nunca tener que ir detrás su sombra, cuando lo normal es justo lo contrario. Pero allí nos quedamos las dos, mirando los lomos de los libros un buen rato. Se me ocurrió entonces, que quizás lo que quería era echarle un vistazo a alguno de ellos, y que obviamente sin mi ayuda no podía. Pensé que tampoco sería tan malo si la complacía, así que tomé el volumen que tenía más a mano y le dije: “¿Diez minutos solo, vale?”, y comencé a leer Ivanhoe en voz alta. Lo cierto, debo confesarlo avergonzada, es que esa mañana no terminé de limpiar los cristales, ni de quitar el hollín de la chimenea. Pasaron dos horas enteras antes de que pudiera soltar el libro. Desde entonces, mi sombra y yo tenemos un acuerdo. Todos los días robamos un par de horas para perdernos entre los libros. Sé lo que pensaría mi tía, pero ¡es tan divertido no ser yo durante un rato! En los últimos meses he surcado mares como corsario, servido en las cruzadas junto al Rey Ricardo, me he batido en duelo con los hombres de Richelieu, he aprendido a bailar el vals, y he paseado por los jardines de Pemberley. Mi sombra está encantada, sobre todo desde que he dado un paso más. Ya no me valía imaginarme como protagonista de esas historias, quería sentir cómo sería convertirme realmente en un personaje de las mismas. Así que por las noches, cuanto termino mis tareas, me dedico a coser. Y tengo que reconocer que, aunque pasearse por casa con la vieja espada del abuelo a la cintura no es muy cómodo, ni las calzas y el jubón son muy favorecedores, los vestidos de baile, los tocados y los chales me sientan genial. Y a mi sombra, también.
Continuará…
(*) Oliverio Girondo
- Esta historia está publicada también en un blog que comparto con unos amigos, Peripecias en la Azotea, pero quería compartirla aquí porque he creído que algunos de vosotros -sobre todo los que seguisteis las desventuras de Navío-, os puede gustar. Os animo de todas formas a pasar por el otro blog, y ver el trabajo de mis compañeros. Os gustará, seguro.
Del hombre feo, fuerte y formal
- en febrero 15, 2015
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Si dijéramos que Navío se subió al avión de regreso a Madrid con las ideas más claras de lo que las tenía cuando lo hizo para lanzarse a la aventura, mentiríamos, y eso es algo muy feo, aunque seas el narrador de una historia. Especialmente si lo eres. La pura verdad es que nuestra joven heroína regresaba a su casa con el espíritu confuso, agitado y francamente revuelto. No ayudó a que aterrizara en Barajas con más presencia de ánimo el hecho de que las dos horas y media que duró el vuelo las turbulencias se ensañaran con el avión cual barman con una cocktelera en la mano. Cuando por fin el trayecto llegó a su término y se encontró delante de la cinta de equipajes, con su maleta recién rescatada en la mano, Navío no tuvo fuerzas más que para sentarse encima de ella y quedarse mirando cómo el resto de pasajeros se hacían con sus bultos y escapaban rápidamente hacia la puerta de salida. Al final, en la cinta solo quedó un bolso floreado, que solitario repetía el mismo camino una y otra vez, en un bucle infinito, como los pensamientos de Navío, que se centraban de forma persistente en las últimas palabras del sevillano: “no me cabe la menor duda de que conseguirás todo lo que te propongas”.
Durante los cincuenta minutos que Navío permaneció allí sentada, pudo constatar varios hechos:
– Uno: que quedarse mirando embobada la cinta de equipajes de un aeropuerto no es delito, pero puede suscitar la suspicacia de la policía.
– Dos: que no es nada agradable el hecho de que te confundan con ninguna de estas cosas: a) una terrorista; b) una enajenada; c) una mujer abandonada por su novio, prometido, marido o ejemplar del género masculino que sea.
– Tres: que lo que de verdad, real y verdaderamente siempre había deseado desde el fondo de su corazón había sido pasarse la vida entre libros.
Esto último, apareció en su mente como una revelación, mientras la policía del aeropuerto le devolvía su dni, y la instaba de forma poco amable a largarse. Su verdadero propósito en esta vida era ser librera, y si no lo había reconocido antes era porque, por muy de protagonista de novela decimonónica que resultara, no le apetecía quedarse completamente huérfana, y era de esperar que a Fermín Fernández le diera una apoplejía cuando su hija se lo dijera. Por tanto, en el taxi de camino a su casa, Navío preparó mentalmente su discurso. Tendría que ser muy inteligente para conseguir que su padre la escuchara, y evitar al mismo tiempo cualquier posible amago de infarto. Pero, acordándose de las palabras de Manuel, sintió con total seguridad que lo conseguiría.
– ¡Como que me llamo Navío Fernández Smith! – exclamó en voz alta y con el puño en alto.
El taxista, mirándola con ojos como platos por el espejo retrovisor, le preguntó si estaba ensayando para alguna obra, o si acaso se estaba medicando, y Navío decidió que sería mejor acabar de ultimar los detalles de su plan en un discreto silencio.
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De lo que puede dar de sí una breve tregua
- en febrero 01, 2015
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Viendo cómo Manuel se manejaba en aquella ciudad extraña, Navío no pudo menos que envidiar su soltura. Una visita a la oficina de turismo, un pequeño plano y algo más de media hora, fue lo que necesitó el sevillano para llevarlos hasta un pequeño bed & breakfast, no muy alejado del centro. Y mientras esperaban en la recepción desierta a que alguien acudiera al toque de un anticuado timbre Manuel, observando a Navío, no pudo evitar admirar la capacidad de la chica para recomponer su estado de ánimo. Con los codos apoyados en el mostrador, y la mirada absorta en el floreado papel de la pared, ella tarareaba algo por lo bajo, mientras taconeaba suavemente, como marcando el compás. Era la viva imagen de la despreocupación, y el joven le envidió esa capacidad de salir a flote con una sonrisa, que en ella parecía algo innato.
Finalmente la encargada acudió, y Manuel pudo pedir dos habitaciones para esa noche. Mientras cogía las llaves y firmaba el registro, se le pasó por la cabeza que aquella era la típica situación en la que en una de esas novelas que tanto gustaban a las mujeres, los personajes se hubieran visto obligados a compartir habitación, y él hubiera terminado durmiendo en la alfombra del suelo, el sofá, o la bañera. Cuando abrió la puerta del pequeño cuarto y comprobó el polvo antiquísimo que cubría la moqueta, se asomó al baño y vio que no había bañera sino ducha, y constató que aparte de una silla y una cama diminuta no había más mobiliario en la habitación, se alegró mucho de no estar en una de esas novelas, porque probablemente hubiera tenido que dormir de pie, apoyado en el perchero. Habían quedado en una hora, para darse tiempo a descansar un poco antes de ir a buscar algo para cenar, pero tras refrescarse un poco, salió y cruzó el pasillo para llamar al dormitorio de Navío. Aquel sitio era deprimente, y sintió la urgencia de escapar de allí cuanto antes. Al otro lado de la puerta, la voz de Navío preguntó “¿quién es?”. Él contestó divertido:
– ¿Tú quién crees que puede ser? ¿El servicio de habitaciones de este lujoso hotel? ¿O acaso tienes muchos conocidos aquí aparte de mí, y esa venerable escritora a la que pretendemos visitar mañana?
La puerta se abrió de par en par, y Navío apareció con los brazos en jarras:
– Oye, menos guasa, pitorreo conmigo vale, pero con Jane Austen no.
El sevillano se cuadró, a lo militar y exclamó:
– ¡A la orden, mi sargento!
Navío, enfadada, iba a darle con la puerta en las narices, pero él, reaccionando con rapidez, se coló en su cuarto y esta vez, con seriedad, dijo:
– Vamos, lo siento, de verdad. No pretendía ser un estúpido.
– Eso es lo malo, que sin pretenderlo te sale de vicio – replicó ella rápidamente, y al punto se llevó la mano a la boca- ¡Oh Dios!, lo siento. Yo tampoco pretendía decir eso. Soy un poco bocazas.
– ¿No me digas? – inquirió Manuel enarcando una ceja-. Venga, habíamos firmado una tregua, y este sitio es lo más triste que he visto desde…, bueno, ni me acuerdo. Salgamos a dar un paseo. Aún nos queda un par de horas de luz para disfrutar de la ciudad.
Navío asintió, y cogió el bolso. Ambos salieron a la calle con la extraña sensación de que escapaban de una prisión. Echaron a andar sin rumbo fijo, y tampoco sin preocuparse por mantener una conversación. Puede que, por primera vez desde que se conocieron, el silencio no fuera el sustituto incómodo a las batallas verbales que solían tener, sino solo un espacio cómodo que compartir. Llevaban así un tiempo, cuando al doblar una esquina se encontraron con una librería de segunda mano, y Navío se empeñó en entrar. Vagaba entre las estanterías, acariciando los lomos maltratados de los libros, y con la mirada perdida y absorta de quien ha entrado en un espacio privado. Manuel la miraba, y aunque sintió la tentación de pincharla preguntándole qué encontraba de interesante en libros que no podía leer, se mordió la lengua sabiamente, porque supuso que podía herirla y porque, aunque no fuera el caso, quería disfrutar un rato más de aquel nuevo estado de su relación con ella. No pudo evitar propinarse una bofetada mental ante la ocurrencia del término que acababa de pensar “relación-con-ella”, pero aun así continuó observándola en silencio. Se había parado en una esquina, delante de una estantería de caoba, encima de la cual un cartel rezaba: Jane Austen. En las desvencijadas baldas, se apretaban unos contra otros medio centenar de ediciones de la autora, como reclamo para los turistas. Algunas eran ediciones modernas, en pasta blanda, con las esquinas dobladas y alguna que otra mancha de té – o a saber de qué- en las portadas. Otras, sin embargo, eran verdaderas reliquias. Encuadernaciones en tela, con los cantos dorados, y recargadas decoraciones imitando flores, y plumas de pavo real. Ediciones que tenían más de un siglo de vida, y que olían a historia y a papel rancio. La esencia de los sueños de Navío. Se entretuvo escudriñándolos, pero sin coger ninguno, hasta que su atención quedó atrapada por uno en particular. Con cuidado lo liberó de la cárcel que suponía el reducido espacio en el que se encontraba, entre un Mansfield Park y un primer volumen de Sense & Sensibility. Lo sostuvo con mimo, era una edición de 1907 de Northanger Abbey en tela verde, con los cantos dorados. La portada representaba un diseño floral con una cesta el centro. El volumen estaba ilustrado por el famoso Charles Brock, y los ojos de Navío relucieron con entusiasmo al contemplar las imágenes a color. De repente, pareció volver a la realidad y giró la cabeza en busca de su acompañante. Lo encontró detrás suya, apoyado un hombro en la pared, los brazos cruzados, en sus labios una sonrisa extraña, entre tierna y renuente. Navío tomó nota mental de todo ello rápidamente, pero no dijo nada y le tendió con cuidado el volumen. El sevillano lo cogió y lo hojeó durante un largo minuto.
Leer más»De la inoportuna ceremonia de graduación
- en diciembre 13, 2014
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Hay ocasiones en la vida en la que es más fácil dejarse arrastrar por la corriente, que empeñarse en llegar a una orilla, o a algún puerto seguro. A Manuel, aquella le pareció una de esas ocasiones. Llegados a ese punto, plegarse al vendaval de energía de Navío le resultaba más sencillo que tratar de buscar una alternativa a su curioso chantaje. Y además, quizás – solo quizás-, ni tan si quiera quería hacerlo.
Salieron de Cassandra’s Cup y cruzaron la calle. Según las indicaciones que la camarera le había proporcionado al joven, el autobús que conducía a Winchester no tardaría mucho en pasar y tenía parada justo enfrente de la cafetería. Navío andaba con paso ligero, como de bailarina, sorteando charcos con piruetas infantiles y la risa floja de una borracha. Diremos en su defensa que su borrachera era de pura felicidad, y que no amenazaba ningún coma etílico. No podía creerse que el trianero no hubiera presentado batalla, y lo miraba de reojo, tratando de juzgar si tal vez no le había hecho justicia desde el primer momento. Él estaba muy callado, y se limitaba a observarla sin hacer ningún comentario. El autobús no tardó más de cinco minutos en llegar, y Navío se sintió aliviada cuando lo hizo. Empezaba a parecerle muy raro que Manuel no se hubiera enfadado, ni le hubiera hecho ningún reproche, ni hubiera tratado de darle alguna lección, como solía, y se preguntaba si el joven no estaría aguantando para terminar por estallar violentamente y caer sobre ella como la tormenta de aquella mañana.
Subieron al autobús y Navío le tendió un billete al conductor, pero este lo rechazó y le dijo algo, señalando un letrero que había pegado en el cristal de una de las ventanas. Navío miró a Manuel, interrogante.
– Dice que solo se acepta el importe justo del ticket, no dispone de cambio – aclaró él.
– Pero yo no tengo suelto – protestó ella-, espera, tengo un billete más pequeño. Con este no debería tener problema.
Pero el conductor volvió a rechazarlo secamente, señalando de nuevo el cartel de la ventana y dando muestras de impaciencia.
– Solo importe exacto – repitió Manuel- dice que son las normas.
– ¿Y cómo demonios se supone que íbamos a saber nosotros esas normas? ¿Quién ha puesto una norma tan absurda? Pues dile que se quede con el cambio, y listo.
El joven se dirigió al conductor para explicarle el problema, y ofrecerle la solución de Navío. A ella no le hizo falta saber inglés para darse cuenta de que aquel tipo los estaba mandando a paseo. Negó con la cabeza, señaló el reloj de su muñeca y acto seguido la puerta del autobús, en una inequívoca invitación a que se bajaran y lo dejaran seguir con su ruta de una vez.
– ¡Y un cuerno! – estalló la joven-, de aquí no me baja nadie.
Y al conductor tampoco le hizo falta saber español para comprender que aquella joven iba a causarle problemas.
A Manuel la situación, lejos de incomodarlo, le estaba resultando muy divertida. Se limitó a cruzarse de brazos y esperar, preguntándose qué haría ella para resolver la situación. En su mente, apostaba diez contra uno a que la determinación de Navío terminaba por ganarle la batalla a la rigidez británica del conductor. Tapándose con disimulo la boca con la mano, para ocultar la sonrisa que empezaba a asomarse a sus labios, vio cómo Navío sacaba todo el contenido de su bolso, buscando y rebuscando billetes pequeños y monedas con los que cumplir las exigencias del servicio de transporte inglés. En el pequeño mostrador delante del conductor, empezaron a amontonarse un pequeño neceser, varios paquetes de pañuelos, un boli, una libreta, un pequeño espejo, una agenda telefónica…, decididamente el mostrador se quedaba pequeño.
– ¡Oh, qué demonios! – exclamó exasperada, y arrodillándose en el suelo vació en él todo el contenido del bolso.
Ante la mirada atónita del conductor, y los cuatro o cinco pasajeros del autobús, quedaron desparramados –entre sus demás pertenencias- varios fajos de libras, además del ejemplar de Querida Jane, Querida Charlotte, y su inseparable volumen de La Abadía de Northanger. Varias monedas tintinearon y rodaron por el suelo. Una señora de mediana edad que estaba sentada en los primeros asientos del autobús se apresuró a levantarse y recuperarlas, y se las tendió a Navío con una sonrisa, acompañada de unas palabras ininteligibles para ella y una señal de reconocimiento hacia la novela. La señora sacó del bolsillo del abrigo su monedero, y tras intercambiar unas breves palabras con el conductor, lo abrió y sacó de él algunas monedas, que dejó en el mostrador. Luego le dio unas amables palmaditas en el hombro a Navío y volvió a sentarse. Nuestra joven protagonista estaba perpleja, y aún arrodillada en el suelo se giró hacia Manuel en busca de una explicación.
– Parece ser que has encontrado un alma gemela en cuanto a gustos literarios se refiere – y sacudió la cabeza en un gesto de incrédula sorpresa-. Le ha dicho al conductor que nadie iba a bajar del autobús a una lectora de Jane Austen, y ha puesto lo que faltaba para los billetes. Decididamente, sois una secta un poco extraña.
Navío se levantó, y no sabiendo como agradecer el gesto con palabras, se limitó a apretar el volumen de La Abadía contra su pecho, y a sonreír. Manuel también sonrió, por el puro placer de contemplarla, pues no tenía más remedio que reconocer que la sonrisa de Navío era una de las cosas más bonitas que había visto en su vida. Aunque también es verdad que se hubiera dejado matar antes de decirlo en voz alta. Así pues, se apresuró a recomponerse y ayudó a Navío a guardar de nuevo todas sus pertenencias en el bolso.
De un chantaje muy oportuno
- en octubre 26, 2014
- por Lady Hachi
- en Con nuestra propia pluma, General
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Apenas había terminado de dar rienda suelta a su frustración, cuando el joven se arrepintió amargamente de haberse permitido una manifestación tan clara de su orgullo herido. Miró a la joven esperando oírla estallar en risas, y se preparó para que empleara con él todo su burlesco descaro. Pero las carcajadas no llegaron. Ella lo miraba con una expresión de sorpresa, incredulidad, y también con algo más, aunque no supo descifrar qué. El caso es que ningún comentario hiriente salió de su boca, y él se lo agradeció desde el fondo de su corazón, aunque se hubiera dejado matar antes que reconocerlo.
Navío, que sentía que su corazoncito novelero se ablandaba ante las penas del chaval, le dio un suave golpecito en el hombro, y simplemente le dijo, “continuemos la visita”.
Subieron a las habitaciones de arriba, y Navío corrió de una a otra, saliendo y entrando de las estancias, regresando a ellas, escrutando cada rincón, y dejando que su espíritu se fundiera con el encanto de la casa. El de Triana la seguía, se dejaba guiar sin oponer resistencia, observando con una incredulidad no exenta de fascinación cómo aquella chica tan extraña se perdía en mundo que parecía habitar solo ella. Era indudable que donde él veía una casita rural, amueblada con algunos enseres antiguos, cachivaches y baratijas de gente que llevaba muerta vete tú a saber cuánto, ella veía mucho más. “Alucinaciones de enajenada, por supuesto” – pensaba, mientras salía de una de las estancias- y entonces la observó, apoyada en el marco de una ventana, en el pasillo, mirando al jardín. Un incauto rayo de sol que se había atrevido a asomarse entre las nubes de un cielo aún hosco, se perdió entre la oscuridad de los rizos de Navío. Al de Triana se le cortó el earl grey que había tomado hacía un par de horas, y también la respiración. “Es guapa. Si no estuviera tan loca” – pensó-, y acto seguido y a propósito se golpeó la cabeza con el quicio de la puerta, pues no podía creer lo que acababa de pensar. “Como si no hubiera tenido ya bastante”, se dijo. Navío, que acababa de apartar la mirada de la ventana, lo vio pegarse contra la madera y temió por un momento que aquel chico hubiera perdido el juicio, y temió aún más que fuera a causar algún desperfecto, así que lo llamó al orden:
– ¡Oye! Que el Muro de las Lamentaciones queda bastante lejos de aquí, haz el favor de no pagar con la puerta tu mala sangre.
Él le lanzó una mirada entre avergonzada y asesina, que es una mirada muy complicada de conseguir, y que le hubiera valido un Óscar si aquello hubiera sido una película y no la vida real.
– Eres la chiquilla más maleducada que he tenido la desgracia de conocer.
– Y tú, tú, ¿tú cómo te llamas, por cierto? Y si vuelves a decirme que no ni me importa, ni me interesa te juro que soy capaz de morderte.
– Manuel –contestó él con una media sonrisa- me llamo Manuel.
– ¡Cómo no! ¿Puedo llamarte Manu?
– Ni se te ocurra, y vamos arreando que aquí ya no hay nada más que ver.
Bajaron en silencio las escaleras, molestos los dos. Él por haberse dejado pescar en un momento de debilidad, y ella por haber tenido tan poco tacto con alguien que, al fin y al cabo, parecía estar pasándolo mal.
Aún les quedaba un edificio por visitar, una sala de construcción moderna, llamada “Centro de Visitantes”, donde se proyectaba un documental sobre la vida de Jane Austen y el impacto de su obra. Navío se empeñó en entrar y Manuel, que ya había aprendido que cualquier cosa que saliera de aquella madeja de rizos la llevaba a cabo sí o sí, entró y se acomodó en una de las sillas. El documental acababa de empezar, y por supuesto, estaba en inglés. Ella no se atrevió a pedirle que él le tradujera, que bastantes negativas le había dado ya el señorito, y él simplemente, aunque sin esperarlo, se vio absorbido por las imágenes, que detrás de los hombres y mujeres disfrazados con vestidos, chaquetas y corbatas imposibles, relataban un vida sorprendente, dentro de su sencillez. Nunca hasta entonces se había parado a pensar cómo aquella mujer, que casi no había viajado, ni visto mundo, ni había estudiado en grandes centros, había sido capaz de imponerse en el imaginario literario mundial durante los últimos dos siglos. Siempre había creído que lo que atraía a las mujeres como moscas a la miel, eran esas malditas adaptaciones de la BBC con hombres enfundados en pantalones ridículos y saliendo de lagos con la camisa húmeda, sin miedo a una pulmonía que por aquellos entonces podía haberlos llevado al más allá. Ahora, viendo aquel documental y acordándose de la minúscula mesita de trabajo de la autora, no pudo menos que sentir el atisbo de un sentimiento parecido al respeto, cuando no a la admiración. Pero se guardó mucho de decírselo a su acompañante, que cruzada de brazos a su lado, lo miraba a él y a la pantalla alternativamente, mordiéndose la lengua para no soltar ningún improperio.
Cuando abandonaron la casa museo, el ruido de las tripas de Navío, quejándose por la falta de algo sólido, les indicó que era la hora del almuerzo, y como no podía ser de otra forma, terminaron cruzando la calle y entrando en Cassandra’s Cup, una pequeña cafetería que reunía en sus escasos metros cuadrados el sueño de toda austenita soñadora, romántica o cursi por antonomasia. El techo del local estaba totalmente repleto de delicadas tazas de té, que colgaban cual farolillos en un festival de verano. Manuel miró al techo y se preguntó si con la suerte que parecía acompañarlo en los últimos tiempos, no terminaría por verse sepultado debajo de unos cuantos kilos de loza y porcelana. Navío, por su puesto, estaba encantada. Se sentaron en una mesita de madera, al lado de una de las ventanas que daban a la calle, y ojearon la carta. Era una carta sencilla, compuesta por sándwiches y pasteles caseros, y Navío se decidió por un sándwich de queso brie con mermelada de frambuesa, en tanto que el trianero se decantó por un simple york con queso.